Madrid, que tiene bien ganada la fama de ciudad que abre los brazos a todos, vengan de donde vengan, acogió este pasado sábado una manifestación independentista que, según la delegación del Gobierno, reunió a 18.000 personas. Salvo incidentes muy aislados, la protesta transcurrió con toda normalidad, amparados y protegidos con todas las garantías, posibles gracias al Estado al que, paradójicamente, acusan de reprimir y coartar sus libertades.

Lo más grave, sin embargo, del esperpento que se vivió el sábado en las calles de Madrid fue ver en la cabeza de la manifestación a las autoridades de la Generalitat, con el presidente Quim Torra al frente, representando una vez más solo a una parte, minoritaria, de los catalanes y tratando de interferir en el juicio a los responsables del 1 de octubre. Particularmente bochornoso ha sido, una vez más, comprobar cómo los que se han prestado para hacerles los coros y darles sus apoyos han sido los socios radicales del Gobierno socialista. 

Los independentistas siguen instalados al margen de la ley y nada parece indicar que vayan a desistir en su desafío al Estado de Derecho. Afortunadamente, parece poco probable que la rocambolesca manifestación del sábado en Madrid vaya a tener consecuencia judicial alguna. Otra cuestión diferente es la incidencia política que pueda tener el pulso escenificado en las calles. Ahí habrá que seguir vigilantes, porque, por desgracia, los antecedentes del Gobierno Sánchez no invitan al optimismo.