Transcurridos tres meses desde que se celebraran las elecciones, Cataluña tendrá hoy un nuevo presidente de la Generalitat, el republicano Pere Aragonès. Será investido con la amalgama de los votos de ERC, Junts per Cat y los radicales antisistema de la CUP, y sobre todo, con el visto bueno de un prófugo de la justicia, Carles Puigdemont. Una mezcla de siglas que solo tienen en común la quimera de una futura declaración de independencia. Después del dicurso de investidura de Aragonés nadie se puede llamar a engaño. Aspira, según ha dicho, a “hacer inevitable la autodeterminación y la amnistía” y “presidir una Generalitat republicana para culminar la independencia”. Su propuesta de legislatura se basa en la identidad y, aunque ofrece dos años de diálogo al Gobierno de Sánchez para negociar un referéndum de autodeterminación según el modelo escocés, está dispuesto a un nuevo choque con el Estado de Derecho.

Nada nuevo en el bucle del independentismo, que parece no haber aprendido nada del fracaso del 1 de octubre y sus tremendas secuelas para la sociedad catalana. Si la pasada legislatura terminó en bloqueo institucional, no se es previsible que la que ahora comienza sea distinta. En vez de preocuparse de los problemas reales de la economía y la sociedad de Cataluña, agravados por las consecuencias de la pandemia, Aragonés está dispuesto a volver a las andadas, sabedor de que su apoyo mantiene a Pedro Sánchez en la Moncloa, y de que las ambigüedades y servidumbres del presidente del gobierno dibujan el escenario más favorable para proseguir su estéril desafío.