Robert Prevost: "Tú eres Pedro"
Un análisis de la figura de León XIV, elegido Papa por los cardenales en el cónclave

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Roberto Esteban Duque
En la Biblia, los nombres tienen un profundo peso espiritual, y a menudo sirven como declaraciones proféticas sobre la esencia de una persona, su destino o las circunstancias de su nacimiento. El nombre elegido por el excardenal Robert Prevost, León XIV, nos remite de inmediato a León XIII y la doctrina permanente de la encíclica Rerum novarum, llamada Magna charta de la doctrina social de la Iglesia. El Papa condena en ella la injusticia laboral y la extrema situación de desamparo en la que se encuentran los obreros. La historia reconocerá la valentía con la que León XIII afrontó la situación social de finales del siglo XIX.
Benedicto XVI era una voz tranquila y bondadosa que decía con firmeza la verdad, atestiguada por una tradición milenaria de reflexión que presenta la realidad o autoridad de Cristo: ser Papa es entrar en un papel que asume el papel cristológico de servicio absoluto y de ser para los demás. Una voz capaz de denunciar la tiranía del relativismo que caracteriza al mundo secular. Para Benedicto, la "neutralidad" del mundo secular moderno está "armada": construye a la Iglesia católica como irremediablemente autoritaria. La omisión perpetrada por la modernidad secular debe ser nombrada. Sin embargo, el diálogo no debe -ni puede- interrumpirse, porque la fe cristiana es necesariamente un encuentro con un mundo que aún no ha experimentado transformaciones. Su vida es todo un testimonio profético.
Para Francisco, si uno toma en serio la "Iglesia", debe recordar que todos los miembros edifican la Iglesia, y que cada miembro primero tiene que acusarse a sí mismo de no ser la presencia sanadora de Cristo en el mundo. Hacer este ejercicio con regularidad evita que los fieles caigan en un modo defensivo cuando escuchan la voz de los críticos más francos de la Iglesia. El papa Francisco ha invocado la imagen de la Iglesia en camino, "en la medida en que la Iglesia no es otra cosa que el 'caminar juntos' del rebaño de Dios por los caminos de la historia hacia el encuentro con Cristo Señor". Una hermenéutica de la sinodalidad implica abandonar la visión teológica de túnel centrada en la doctrina, el papado y los obispos, y tomar en serio a la Iglesia como pueblo de Dios.
En su primer discurso, Robert Prevost hace toda una declaración de intenciones, en continuidad con el magisterio de Francisco, saludando con la paz que proviene de Dios, y manifestando su deseo de “una Iglesia misionera, una Iglesia que construye puentes, el diálogo, siempre abierta a recibir como esta plaza con los brazos abiertos. Queremos ser una Iglesia sinodal, una Iglesia que camina, una Iglesia que busca siempre la paz, que busca siempre la caridad, que busca siempre estar cerca especialmente de quienes sufren”.
Con el saludo de Cristo resucitado, “el buen pastor que dio la vida por el rebaño de Dios”, León XIV se ha presentado al mundo: “La paz esté con ustedes”. Ha querido recordarnos que es “hijo de san Agustín”, evocando así a quien en la Iglesia ve y venera, al mismo tiempo, “el culmen auctoritas” que Dios ha dado al género humano para que por su medio fuese “recreado” y “reformado”. Pero también, como señalara el de Hipona en su Sermón sobre los pastores, comprometiéndose a mostrar una disposición a dar cuentas públicas de los fracasos eclesiales, que van desde no vivir de acuerdo con el Evangelio hasta no denunciar el pecado cuando sucede. La Iglesia que experimentamos ahora es, a la vez, la unidad que será nuestra al final, y una comunidad defectuosa dividida por el pecado, por una constante falta de armonía, por los fracasos de los seres humanos en la historia. La disponibilidad de Agustín para rendir cuentas a los fieles es un testimonio de su liderazgo transparente y de su compromiso con la unidad del mandamiento del amor. Amar a Dios requiere amar al prójimo. Deberle una cuenta a Dios significa deberse una cuenta los unos a los otros.
La renovación de nuestra Iglesia solo surgirá de amar como Jesús nos amó. Karl Rahner escribió una vez: "Hay cosas que solo pueden ser entendidas por alguien que las ama. La Iglesia es una de ellas". Si la Iglesia es el encuentro de Dios que viene a nuestro encuentro como el Cuerpo resucitado de Cristo en el Espíritu, entonces amar a la Iglesia es también amar a nuestro prójimo, roto y hermoso como somos todos. La Iglesia está compuesta por el vecino, el extraño, el otro, en todas las complejidades y desórdenes que uno esperaría. Nuestro amor por nuestro prójimo, y por analogía, por la Iglesia, es, como C.S. Lewis lo expresó una vez, un "amor real y costoso, con un profundo sentimiento por los pecados a pesar del cual amamos al pecador, no una mera tolerancia o indulgencia que parodia el amor, como la ligereza parodia la alegría". La vida en la Iglesia es una vida moldeada y conformada a una persona: Jesucristo.
La Iglesia no puede cambiar nada de lo que la hace posible sin que por ello se derrumbe y muera en la vid. Lo único que puede y debe cambiar es a sí misma, para permanecer y convertirse, en cada época y en cada lugar, en el mismo y único acceso a Cristo. La Iglesia sólo puede cambiar la faz del mundo si sigue siendo ella misma. Pero sólo puede seguir siendo ella misma modificándose (dejándose cambiar) de generación en generación, de acuerdo con la llamada que recibe constantemente. Robert Prevost: “Tú eres Pedro!”. ¡Larga y santa vida al papa León XIV!