Corpus Christi vs erosión de la fe

Reservar una fiesta para el Corpus Christi nos permite meditar sobre el don sublime de la Eucaristía

Corpus Christi

Redacción Religión

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Roberto Esteban Duque  

Reservar una fiesta para el Corpus Christi nos permite meditar sobre el don sublime de la Eucaristía. En el Antiguo Testamento, vemos este sacramento prefigurado en la ofrenda de pan y vino de Melquisedec, un sacrificio de acción de gracias por la victoria de Dios sobre sus enemigos: “Bendito sea Abram por el Dios Altísimo, creador del cielo y de la tierra; y bendito sea el Dios Altísimo, que entregó a tus enemigos en tus manos” (Gn 14, 19-20).

Los cristianos experimentamos un sacrificio similar de ofrenda de acción de gracias de manos del Señor resucitado, que nos da su Cuerpo y su Sangre a través de los signos del pan y del vino. La noche antes de que Jesús muriera, la noche antes de que el pecado y la muerte fueran conquistados a través de la gran Pascua de Cristo, él “tomó el pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que es por vosotros. Haced esto en memoria mía”. (1 Corintios 11:23-24).

La Eucaristía es la gran fiesta en la que el sacrificio de Cristo vuelve a estar presente en nosotros. El Señor resucitado preside esta cena eucarística y nos alimenta de sí mismo, de la vida misma de Dios. Este es el nuevo pacto, sellado en la sangre del amor que se da a sí mismo. Se renueva cada domingo cuando comemos y bebemos en la Cena del Cordero.

En el sacramento de la Eucaristía están contenidos verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Lo que la Iglesia ha entendido por “real” en el caso de la presencia eucarística de Cristo es algo muy preciso, a saber, que en la Eucaristía Dios es el actor que determina la realidad. La presencia de Cristo no es algo que un grupo de seres humanos conjura por sus propios poderes de memoria o de creación de significados simbólicos, ni se origina mediante un contrato social. Es un don de Dios, un don del creador que hace que las cosas sean lo que son y que requiere nuestra disposición a recibirlo.

Este don de Cristo no se recibe de una manera pasiva, sino que, en la Eucaristía, el que comulga, al consumir el pan eucarístico, es consumido por el Cuerpo de Cristo. San Agustín nos revela las palabras que imagina a Jesús diciendo: “soy el alimento de los adultos, crece y te alimentarás de mí. Y no me transformarás en ti como la comida que come tu carne, sino que tú te transformarás en mí”. El comulgante comienza ahora a caminar en el paisaje del Cuerpo de Cristo mientras habita todavía en un lugar terreno concreto, recibe el don de Cristo no como mero receptor pasivo sino siendo incorporado al mismo don.

Y como miembros del Cuerpo, nos convertimos en alimento para los demás. Este comer y beber se dirige también a la formación de la Iglesia en una comunión de amor. En cada Misa, somos formados una vez más en una unión de amor, que es el corazón de la Iglesia. Nos convertimos en el amor que hemos recibido en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Por este amor, estamos destinados a  entregar la totalidad de nuestras vidas a Dios como un sacrificio de alabanza y acción de gracias.

Según Pascal, si uno acepta la premisa asombrosa de que hay un Dios que ama el universo y lo llama a la existencia de la nada, y la premisa adicional, aún más increíble, de que este Dios se hizo carne y habitó entre nosotros en la persona de Jesús de Nazaret, y en Jesús sufrió el rechazo, la tortura y la muerte y, además, conquistó la muerte y resucitó de la tumba y ha enviado al Espíritu Santo a nuestros corazones, entonces ¿por qué alguien decidiría trazar la línea en la afirmación de que este Dios se hace presente a nosotros bajo las apariencias del pan y el vino?

Sin embargo, la fe es un don difícil, porque es el don de decir “sí” a aquello que permanece oculto para nosotros, y nuestra naturaleza humana parece resistirse a aceptar lo oculto. Nuestra fe en la Eucaristía es una prueba de la integridad de nuestra fe en su conjunto.

Santo Tomás de Aquino dijo que decir “sí” a la presencia eucarística de Cristo es la perfección de la virtud de la fe ( ST III q. 75 a. 1). El “cómo” de la Eucaristía se nos oculta porque no podemos comprender cómo Cristo, vivo y resucitado, puede hacerse presente ante nosotros bajo las apariencias del pan y el vino. Pero por misterioso que sea el “cómo” de la presencia de Cristo, el “por qué” lo es aún más. Si preguntamos por qué Cristo se nos presenta en cuerpo y sangre, alma y divinidad bajo las apariencias de pan y vino, la única respuesta que podemos dar es porque nos ama tanto que no quiere que nos separemos de él.

Este amor divino cuestiona la vida de nuestras parroquias, interpela la erosión de la fe proveniente de la erosión de la confianza institucional, parte sin duda de un malestar cultural más general que como algo específico de la Iglesia. Y la solución a la pérdida de confianza no es más y mejor catequesis, ya que la catequesis solo funciona donde hay confianza. Más y mejor catequesis es algo bueno, pero no es suficiente para un verdadero renacimiento eucarístico, porque la confianza en la Iglesia se ha erosionado, y es a través de la Iglesia que escuchamos las palabras de Cristo que invocan nuestra fe y en las que nuestra fe se basa: “Este es mi cuerpo... esta es mi sangre”.

El don de la fe que Dios siembra puede florecer o languidecer según el entorno en el que se siembre. El fomento de dicho entorno depende en parte del liderazgo de la Iglesia, del clero y de su integridad. El papa León XIV ha pedido a los sacerdotes que sean "ejemplares" sacerdotes que reconstruyan su credibilidad a través de una vida ejemplar y cercana a la gente. De esto se trata, mientras alabamos el maravilloso don de la Eucaristía, anticipo de un mundo transfigurado por el amor divino. O salutaris Hostia, Quae caeli pandis ostium.

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