Louis Pasteur

Se trata del científico cuyos descubrimientos han salvado más vidas humanas, gracias al hallazgo de los microbios y las enfermedades infecciosas

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La relación de la Iglesia Católica con la química se ha dado en importantes y conocidos personajes cuyas raíces de fe son perfectamente desconocidas. Es el caso del francés Louis Pasteur (1822-1895), padre de la microbiología y químico de profesión, que comenzó estudiando en el vino los cristales que lo enturbian, y terminó descubriendo las bacterias y las levaduras. Elaboró la teoría infecciosa de las enfermedades que dio pié a la erradicación de las mismas (principal causa de la actual longevidad occidental, y también de que la esperanza media de vida en Africa sea poco más de cuarenta años), desarrolló las primeras vacunas e inventó la pasteurización. Era católico, apostólico y romano.

Parece que fuera su piadosísima mujer la que devolvió la fe a su esposo. Dejó escritas cosas tales como «…Mi filosofía sale del corazón y no de la inteligencia; por eso digamos, me rindo ante el sentimiento de Eternidad que brota espontáneamente a la cabecera de un hijo querido a punto de exhalar su último suspiro. En esos momentos supremos, en lo profundo de nuestra alma, presentimos que el mundo debe ser algo más que una mera combinación de sucesos debida a un equilibrio mecánico, surgido simplemente del caos de los elementos por una acción gradual de las fuerzas de la materia».

Por otro lado, en su discurso de recepción en la Academia de Ciencias de Paris, aseguró que «En cuanto a mí, que juzgo que las palabras progreso e invención son sinónimos, me pregunto en nombre de qué descubrimiento nuevo, filosófico o científico, se puede arrancar al alma humana estas altas preocupaciones (refiriéndose a la existencia de Dios, mencionada líneas atrás en dicho discurso)… Me parecen ser de esencia eterna, porque el misterio que envuelve el universo y del cual éstas emanan es él mismo eterno de naturaleza».

Continuaba el discurso contando la siguiente anécdota: «se cuenta que el ilustre físico inglés Faraday, en las lecciones que daba en la Institución real de Londres, nunca pronunciaba el nombre de Dios, aunque sea profundamente religioso. Un día, excepcionalmente, soltó este nombre y se manifestó de repente un movimiento de aprobación simpático. Faraday, percibiéndolo, interrumpió su lección con esas palabras: “acabo de sorprenderos al pronunciar aquí el nombre de Dios. Si nunca me sucedió antes, es que soy un representante de la ciencia experimental en estas lecciones. Pero la noción y el respeto de Dios llegan a mi mente por vías tan seguras como las que nos conducen a verdades de orden físico…"».

Y añadió que «el positivismo no peca solo en un error de método. En la trama de sus propios razonamientos, en apariencia muy rigurosos aparece una considerable laguna… consiste en que, en esta concepción positivista del mundo, no toma en cuenta la más importante de las nociones positivistas, la del infinito… La grandeza de las acciones humanas se mide con la inspiración que les da a luz. Dichoso el que lleva en sí a un Dios, un ideal de belleza y que le obedece: ideal del Arte, ideal de la ciencia, ideal de la patria, ideal de las virtudes del Evangelio. Son aquí fuentes vivas de grandes pensamientos y de grandes acciones. Todas se aclaran con los reflejos de lo infinito».

En la bóveda de su panteón están escritas algunas de éstas últimas palabras. Su sobrina nieta, Maurice Vallery Radot, escribió sobre las creencias de su tío-abuelo en un artículo de prensa y un libro. Comentan que murió con un rosario en las manos.


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