La Santísima Trinidad: "Amor que se desborda"

Eduardo Toraño López, director del Instituto Superior de Ciencias Religiosas y adjunto a Cátedra en la Facultad de Teología profundiza para ECCLESIA en esta festividad

Eduardo Toraño López

Tiempo de lectura: 3’

Dios es amor (1Jn 4,8). Su esencia es amar y no puede dejar de amar. El Padre ama al Hijo -es el amante-, la fuente del amor. El Hijo recibe el amor del Padre -es el amado-, y corresponde con su amor. Este Amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo.

Aunque la Trinidad no necesita a nadie fuera de sí misma, su amor, que es inmenso, se desborda. Libremente, sin necesitarlo, la Trinidad sale de sí para entregarse a sus criaturas, a las que hizo por amor, en especial al ser humano. Primero nos amó y luego nos creó. Dios Trinidad comparte su Amor con nosotros.

La teología y el magisterio, después de un arduo proceso para intentar entender y explicar cómo Dios podía ser uno (monoteísmo) y al mismo tiempo tres (Trinidad), terminaron definiendo a Dios como “una naturaleza y tres personas”. En su unidad de naturaleza los atributos divinos son comunes a las tres personas: Dios es misericordioso, bondadoso, omnipotente, omnisciente… Como Trinidad podemos distinguir a las personas por la relación que hay entre ellas: el Padre genera al Hijo, el Padre y el Hijo espiran al Espíritu Santo que procede de ellos.

Así como lo que define a las personas divinas es la relación entre ellas, se puede decir algo similar de las personas humanas. Una de las características esenciales del ser humano es que está hecho para la relación. Nos relacionamos con personas. Y como Dios son tres personas, me puedo relacionar tanto con el Padre, como con el Hijo y el Espíritu Santo.

No solo puedo, sino que necesito relacionarme con el Padre. Soy su hijo amado, a imagen de Cristo. La relación con Dios Padre a veces es difícil porque es invisible y no lo vemos, o porque uno puede sentir distancia respecto a la figura paterna por carencia afectiva y cuesta vivir el amor del Padre cuando no ha habido experiencia de amor del padre terreno. También puede ser una dificultad esas representaciones de Dios Padre que lo muestran como alguien lejano. Por eso, así como Jesús tuvo un padre putativo en la tierra (San José) puede ayudar ver la paternidad divina en este padre santo, cercano, entregado y afectuoso o en figuras paternas espirituales que sean signo cercano y manifestación de Dios Padre.

Para mostrar su amor de modo más concreto, el Padre envió a su Hijo para encarnarse por obra del Espíritu Santo. De este modo, podemos acceder a Dios a través del Hijo, que es hombre, igual exactamente a nosotros menos en el pecado. Al haberse hecho uno de los nuestros nos resulta más accesible la relación con Jesús. Con Él podemos establecer una relación de amistad.

Además, en el Hijo podemos descubrir también al Padre, que es quien nos lo entrega, como dijo Jesús: “el que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9). En estos días una mujer, que recibió abusos en la infancia y está haciendo un proceso de sanación, me relató cómo había podido ver en la oración a Jesús en el momento del abuso y experimentó ahí el amor del Padre que había enviado a su Hijo para ponerse en su lugar durante ese tormento. Y se vio muy consolada al sentir por primera vez el amor del Padre por ella y verse como su hija amada, pues en el momento de su mayor sufrimiento el Padre había entregado a su Hijo para que sufriera con ella y así poder recibir sanación de esa atrocidad. Con este testimonio podemos ejemplificar una verdad bíblica, pues el Padre ha amado tanto al mundo que ha entregado a su Hijo único para liberarnos de todo mal y asociarnos a su vida divina como hijos. De modo que el Hijo abraza cada sufrimiento y llora con el sufre, y el Padre muestra su paternidad al enviar a su Hijo único para que acompañe y viva el dolor de la humanidad sufriente.

La persona del Espíritu Santo es la más difícil de explicar, porque no hay una analogía tan directa como la de las otras dos personas. Todos somos hijos de un padre, tenemos experiencia humana de padre e hijo, pero no de “espíritu santo”. Al Espíritu llegamos por una vivencia interior. Es la presencia de Dios en el corazón. De hecho, es la persona más cercana porque habita en la intimidad más profunda y desde ahí toma a la persona en todas sus dimensiones y facultades.

Solo podemos dirigirnos a Jesús por el Espíritu del Hijo que habita en el corazón y también es por el Espíritu por quien podemos llamar a Dios Abbá Padre (Gál 4,6; Rom 8,15). Por tanto, mientras que el orden trinitario revelado es Padre-Hijo-Espíritu Santo, el orden experimentado es ascendente: Espíritu-Hijo-Padre.

El sentido del envío del Hijo en la encarnación y del Espíritu en Pentecostés es el designio trinitario de asociarnos a su vida divina para compartir esta condición (2 Pe 1,4). A esto los Padres griegos lo llamaron divinización y también se le ha llamado salvación o filiación divina, que serían términos equivalentes. La Trinidad nos ha creado para hacernos semejantes al Hijo de Dios y así entrar en la familia de Dios-Trinidad como hijos adoptivos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.

Religión