El recuerdo de Alejandro Arellano al cardenal Marcelo González Martín en el XXI aniversario de su muerte: "Gran obispo de su tiempo y de hoy"

Con motivo de este aniversario, el arzobispo Decano de la Rota Romana escribe estas palabras en su recuerdo

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Redacción Religión

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El 25 de agosto de 2004 falleció Don Marcelo. Hablar o escribir del Cardenal González Martín, es traer a la memoria una de las figuras eclesiásticas más relevantes de la segunda mitad del siglo XX en la Iglesia española y en la Archidiócesis Primada de Toledo. Por ello, me atrevería a decir de Don Marcelo que es proprio de los grandes hombres permanecer misteriosamente “contemporáneos” de toda generación: es la consecuencia de su profundo enraizarse en el eterno presente de Dios.

Recordar la persona de Don Marcelo es para mí motivo alegría, ya que se trata de viajar en el tiempo para escribir una humilde página en la sorprendente historia de alguien que nos legó una valiosa herencia espiritual, que marcó la vida de muchos sacerdotes toledanos, que conocí de cerca, especialmente en mis años de Seminario, y por quien fui ordenado sacerdote mediante la imposición de sus manos

Estamos ante un hombre que desde joven, con una fe profunda, ha sido un testigo valiente del Señor, en cada una de las intrincadas estaciones que atravesó su existencia: desde los tiempos trágicos de la guerra civil, a los años difíciles de la postguerra; de los acontecimientos épicos de la reconstrucción de España, a la instauración de la democracia; de los años marcados por la crisis de las ideologías y del relativismo postmoderno, a las barbaries del terrorismo y a los nuevos vientos de guerra.

Con el impulso dado al Instituto Teológico de Toledo, Don Marcelo quiso formar un sacerdote que fuera un hombre de comunión y diálogo, que viviera la proximidad con aquellos que el Señor le confiaba, que supiera caminar con el Pueblo de Dios, sin dejar sus responsabilidades, punto de referencia para los otros, ministro de la Eucaristía y del anuncio, capaz de rechazar cualquier forma de clericalismo. Cuando llegábamos ante él para ser ordenados sacerdotes, el reto es que nos presentáramos con fe, conscientes de nuestros propios límites, pero confiados y conscientes de ser amados por Dios y por la Iglesia.

Comunión y misión han sido el horizonte fundamental de la formación en el Seminario de Toledo durante el Pontificado de Don Marcelo, que no se agotaba en el periodo del Seminario, sino que continuaba en la formación permanente. Nunca se detuvo en el número de seminaristas, sino en la calidad del anuncio y de la propuesta. Siempre apostó por la calidad. Siempre apuntó a una propuesta formativa de calidad, una evangelización de calidad. Si no hay encuentro con Cristo, que prevé una conversión verdadera, si no se es alcanzado por la Palabra de Dios, seremos derrotados. Él nos enseñó a dar espacio a la Palabra de Dios.

Pensó siempre en una Iglesia que es madre premurosa, capaz de acoger a sus hijos y levantarlos cuando tropiezan, alejada de la rigidez burocrática y cercana a los sufrimientos del Pueblo de Dios. Nos enseñó la importancia de la unidad dentro de la Iglesia: mi Iglesia, que custodia la unidad, es el rostro más bello del amor. No hay Iglesia sin comunión, no hay comunidad sin vínculos vivos y auténticos. El amor verdadero no rompe, no aísla, no crea distancias: el amor verdadero une, restablece, mantiene unidos. El Cardenal nos recordaba que sólo una Iglesia unida en el amor puede ser signo creíble del Evangelio en un tiempo lacerado por conflictos, tensiones, individualismos e indiferencia.

Fe, Evangelización, Iglesia, Verdad, Misericordia son, entre otras muchas, palabras claves en el pontificado de Don Marcelo. La verdad no se dice contra nadie, sino por amor a todos. La misericordia no es irenismo ingenuo, sino amor dispuesto a dar la vida, testimoniando el horizonte de luz y de esperanza que no defrauda y no defraudará jamás: Dios. El gigante de la fe es el testigo de la caridad de Cristo. Bien lo sabía el Papa Francisco, que recordando la figura del Cardenal González Martín, del que conocía su vida y obra, apreciaba no sólo la lealtad y la extraordinaria cultura e inteligencia, sino sobre todo su amor a la Iglesia y su fidelidad al Sucesor de Pedro.

La imagen de sus últimos años en la casa de las Angélicas, en Toledo, ha sido para muchos de nosotros la representación de Moisés en la montaña, que continuaba teniendo las manos alzadas en favor de su pueblo

Demos las gracias a Don Marcelo por cómo amó a los fieles de Toledo, por cómo amó a la Iglesia y la causa de Dios en este mundo. Gracias por la fe que nos transmitió y la esperanza que encendió en tantos corazones. Gracias porque sabemos que su testimonio y su amor, unido a la intercesión ante el Padre, sostendrán aún nuestros pasos y el caminar en la historia de la Iglesia de Toledo y de España, en comunión con la Iglesia universal, bajo la guía del Sucesor de Pedro, León XIV.

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