Carta pastoral de Mons. Gerardo Melgar: El Adviento, tiempo de esperanza desde la fe

El obispo Prior de Ciudad Real reflexiona sobre el tiempo del Adviento que ha empezado este domingo, 28 de noviembre

Agencia SICAgencia SIC

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Comenzamos el nuevo año litúrgico y con él el tiempo litúrgico del Ad­viento.

El Adviento es un tiempo de espera y de esperanza de «alguien» que llega, del salvador que trae la salvación.

El pueblo escogido había sufrido toda una serie de calamidades en el desierto, habían sido esclavos en Egipto y estaban esperando con ansia un salvador que les liberaría de todos sus sufrimientos y esclavitudes.

Con el recuerdo vivo en el Pueblo de Dios de toda esta realidad doloro­sa por la que había pasado, los pro­fetas anuncian al pueblo de Israel la llegada del Mesías, el salvador que los liberará de todas sus esclavitudes.

Junto a este anuncio de la llegada del salvador, los profetas denuncian determinados comportamientos de parte del pueblo, que son incompati­bles con la llegada del Mesías: la ido­latría, la acepción de personas, las in­justicias, etc. Porque el salvador es el Mesías anunciado desde tiempo, que viene a mostrar el verdadero del úni­co Dios y pide el abandono de toda idolatría, de odios y rencores y de las injusticias porque Él viene como el Mesías, es santo y pide la santidad de sus fieles.

Para prepararse para la llegada del salvador, que es ya inminente, es urgente que el pueblo se convierta de todas sus infidelidades e idolatrías, por eso, junto al anuncio y la denun­cia, los profetas llaman a la conver­sión, a preparar el camino al Señor, enderezar todo lo que esté torcido, elevar lo que esté bajo y rebajar lo que sea prominente.

A nosotros hoy también se nos anuncia la presencia de Dios, su mensaje y sus valores en medio de nuestro mundo, porque el salvador ya se encarnó, ya llegó y acampó en­tre nosotros.

A nosotros, la Iglesia que recibió la misión del mismo salvador de anunciarlo a todos los pueblos de todos los tiempos, nos anuncia su presencia en nuestra vida, en nuestro mundo y en cada uno de nosotros.

Nos anuncia que, si queremos ha­cernos participes y poseedores de la salvación que Él nos ha traído con su nacimiento, muerte y resurrección, necesitamos aceptarlo a Él en nuestra vida, como nuestro único y verdadero Dios, a quien rendimos honor y gloria con nuestra vida siguiendo el camino que él nos marcó y viviendo nuestra vida desde la exigencia de nuestra fe.

El anuncio de la buena noticia de la presencia de Dios y su mensaje en me­dio de nosotros, el amor que nos tiene y el interés que demuestra por todos y cada uno de nosotros, denuncian que en nuestra vida hay determinadas acti­tudes que vivimos que son incompati­bles con esa aceptación de la buena no­ticia de la salvación que está en medio de nosotros y su seguimiento.

Por eso hoy, como dice el papa Francisco en su exhortación apostó­lica Evangelii Gaudium, es necesario que nosotros vivamos las exigencias de una nueva evangelización que pi­den una conversión del corazón, una conversión personal y comuni­taria, que pide aban­donar esos «diosecillos» que hay en nuestra vida, para aceptar al verdadero Dios que da sentido a toda la vida huma­na y a toda la sociedad actual.

Como Juan el Bautista a los hom­bres de su tiempo, la iglesia quiere hacer resonar en los oídos y en el co­razón del hombre actual la presencia del Dios del amor a nuestro lado. En medio de un mundo lleno de lacera­ciones, heridas y tristezas, Él quiere encarnarse en la vida de cuantos se sienten heridos, tristes y alejados de Él, y lo quiere hacer por medio de la vida y el testimonio de sus seguido­res, de los creyentes, a los que invita a que, con su palabra y con su testimo­nio de vida, comuniquen a los que no creen, a los que están lejos de Dios, a los indiferentes, a los que no lo cono­cen e incluso a los que están en contra, la experiencia gozosa de ser creyen­tes, la alegría que produce la fe.

Preparemos el camino al Señor, que quiere tener un «huequecito» en la vida de todos y cada uno de noso­tros, en nuestras familias, y en nues­tra sociedad para ofrecernos a todos la curación de nuestras heridas y la­ceraciones y la posibilidad de experi­mentar la felicidad que proporciona saber que Él nos ama y se interesa por nosotros.


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