Verdad, justicia y honor
El pasado mes de agosto un huracán sacudió el Vaticano al conocerse la acusación de agresión sexual, formulada por una mujer, contra el cardenal canadiense Marc Ouellet
Madrid - Publicado el - Actualizado
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El pasado mes de agosto un huracán sacudió el Vaticano al conocerse la acusación de agresión sexual, formulada por una mujer, contra el cardenal canadiense Marc Ouellet, Prefecto de la Congregación para los obispos y uno de los más estrechos colaboradores de los papas Benedicto y Francisco. La supuesta agresión se habría producido diez años atrás, cuando Ouellet era arzobispo de Quebec. El cardenal rechazó firmemente esas acusaciones como una infamia. Por su parte, tras una investigación, el Papa consideró que no había elementos suficientes para emprender contra él una investigación canónica por agresión sexual. Ahora el cardenal ha anunciado que emprende una acción judicial por difamación ante los tribunales del Quebec, a fin de restablecer su fama y su honor. Desde mi modesta atalaya tengo un gran aprecio desde hace años por Marc Ouellet. He seguido su trayectoria, he leído sus intervenciones, le he entrevistado personalmente. Me parece una de las grandes figuras de la Iglesia en este momento. Un comportamiento como el que le atribuye la acusación es lo último que se me ocurriría de él. Pero no soy policía ni juez.
La lacra de los abusos sexuales es una tragedia para la Iglesia. El sufrimiento de las víctimas es sacrosanto, lo mismo que su derecho a la justicia y a la reparación. Junto a eso, también hay que preservar la presunción de inocencia y el derecho a defenderse de quien se siente injustamente acusado, y además es víctima de un linchamiento público. Ya sabemos lo que sucedió con otro cardenal, el australiano George Pell, que fue arrastrado por el fango y sufrió once meses de prisión antes de ser absuelto. Ouellet afirma que nunca ha tenido gestos o comportamientos reprensibles como los que se le han atribuido, y acude a la justicia civil de su país, como cualquier ciudadano, para defender la verdad, su fama y su honor. Sólo Dios conoce los corazones, pero a veces, un cristiano, también tiene que apelar al César.