“Para entender este drama humano hay que tener memoria”, ha dicho el cardenal Gregorio Rosa Chávez durante la beatificación de cuatro mártires el pasado sábado en El Salvador. El padre Rutilio Grande fue asesinado en marzo de 1977, cuando Óscar Romero llevaba apenas tres meses como arzobispo de San Salvador. Aquel acontecimiento cambió su mirada y su estilo de pastor. En aquellos días el país vivía un ambiente prerrevolucionario. La represión era brutal y la Iglesia contaba muertos todas las semanas, tanto que monseñor Romero llegó a decir en una homilía: “parece que mi destino es ir recogiendo cadáveres”.

Rutilio Grande se dedicó a la evangelización de los campesinos, y de ella derivaba una nueva conciencia social, la exigencia de justicia y la organización de las comunidades. Por ello fue tildado de comunista y puesto en el punto de mira de los escuadrones de la muerte, pero él soñaba con un país justo, fraterno y solidario, conforme al Evangelio. Fue acribillado junto a Manuel Solórzano, de 72 años, y Nelson Lemus, de tan solo 15 años, cuando se disponían a celebrar la Misa. El franciscano Cosme Spessotto, el otro mártir beatificado, fue asesinado frente al altar de su humilde parroquia en junio de 1980, el mismo año en que fue asesinado monseñor Romero. “No se puede tirar al basurero tanto dolor y sufrimiento humano”, ha dicho el cardenal Rosa Chávez. Por eso miles de campesinos exultaron de júbilo este sábado al ver que la Iglesia reconoce la santidad de quienes dieron la vida por Cristo y por los más pobres. La conciencia de tantos mártires da forma al compromiso de la Iglesia en El Salvador actual, donde aparecen nuevas formas de autoritarismo y permanece el flagelo de la miseria y de la violencia. Si algo muestra esta beatificación es que el cristianismo sigue operando en la historia y revelándose como signo de contradicción.