Me han parecido muy verdaderas y sugerentes las palabras que ayer pronunció en Kiev, durante la celebración de la Divina Liturgia, el presidente de la Conferencia episcopal francesa, Eric de Moulins-Beaufort, que durante estos días ha querido expresar la fraternidad de los obispos y de todos los católicos franceses con el pueblo ucraniano. “Estamos asombrados ante vuestra voluntad de vivir en libertad, justicia y verdad”, ha confesado el arzobispo, que enseguida ha señalado el riesgo de nuestras acomodadas sociedades en occidente de olvidar el gran valor que supone formar una nación que esté abierta a todos, a compartir y a la amistad.

También ha pedido a Dios que conceda a Ucrania la paz, “no la paz que los agresores quieren imponeros, sino la paz de la verdad y de la justicia". Y ha añadido que, al combatir por la libertad de su país, los ucranianos están luchando también por nosotros, por la bella idea de lo que debe ser una nación libre y por la justa relación entre los distintos pueblos de Europa.

El arzobispo de Reims ha mostrado su admiración por el coraje y la sensibilidad pastoral del padre de la iglesia greco-católica ucraniana, Sviatoslav Sevchuck, que cada día se dirige a su pueblo con un vídeo-mensaje desde que comenzó la invasión: “admiro su ciencia para mostrar cómo ser discípulos de Cristo en tiempos de guerra”, ha dicho refiriéndose a sus mensajes diarios, y con absoluta sinceridad ha confesado que “en nuestro continente europeo, que ha vivido tantas guerras, muy a menudo no tenemos esa ciencia”.

Seguramente, como ha dicho el presidente de los obispos franceses, Ucrania tiene algo sustancial que aportar a Europa en esta hora, y la iglesia que allí camina, una riqueza muy decisiva que ofrecer a las iglesias de nuestro continente.