El triunfo de los talibanes en Afganistán ha vuelto a suscitar el debate sobre el lugar de la religión en nuestra convivencia civil. Según algunos análisis superficiales, cuanto más en serio se toman los creyentes su religión, más riesgo hay de que se incremente el fanatismo. Es el tópico de que cuanta más presencia de Dios hay en la vida de las personas y de las sociedades, existe más riesgo de que crezcan la intolerancia y los conflictos sociales.

Es interesante observar que el islamismo reduce la experiencia religiosa a una forma de moralismo o de legalismo, que se concreta en la obligación de que las mujeres lleven velo o burka, o que los hombres usen barba larga.

El fanatismo no es consecuencia de una religiosidad verdadera, sino precisamente de lo contrario. En nuestras sociedades, el fanatismo y la violencia surgen de la pérdida del sentido de la vida, de la pérdida de referencias comunitarias, del vacío que han dejado el consumismo y las ideologías. Para que una democracia sea madura, tiene que incorporar la aportación sustancial de las grandes tradiciones religiosas, como subrayaba el filósofo agnóstico Jürgen Habermas. Es el concepto de laicidad positiva que acuñó Benedicto XVI y que sigue siendo una asignatura pendiente en muchos países europeos.