La Iglesia es un organismo vivo que crece y vive a través de los siglos en los diversos pueblos de la tierra. No es una Iglesia de élites, sino de pecadores que son levantados del suelo una y otra vez por la gracia del Señor. Ayer supe que había fallecido con 104 años sor Jiang Lihua, una monja que atravesó con el testimonio de su fe todos los momentos dramáticos de la reciente historia de China. Había nacido en una familia católica de varias generaciones, y en los años cuarenta del pasado siglo se incorporó a las Hijas de la Caridad en Shanghái. Cuando el régimen de Mao decidió la expulsión de todos los misioneros extranjeros tuvo que afrontar la prueba de la fidelidad en un contexto cada vez más difícil. Los años más duros fueron los de la Revolución Cultural, cuando la furia ideológica de los Guardias Rojos la envió de vuelta a su pueblo natal de Yangsu, y despojada de su hábito tuvo que trabajar en una fábrica de alimentos aceptando las miradas de recelo de sus vecinos y compañeros. Le sugirieron que se casara, pero ella estaba convencida de que Dios la quería fiel a su primera llamada. En aquellos años le mantuvo la fidelidad a la oración, que no podía realizar en público ni usando ningún texto. Desde el corazón le pedía ayuda a Dios para mantenerse fiel y poder volver un día a su congregación.

Ese deseo pudo hacerse finalmente realidad con la apertura de la década de los 80. Sólo entonces, ya con 64 años, pudo volver a trabajar para la Iglesia en la ciudad de Wuxi, en la diócesis de Nanjing, y desde entonces siguió ejerciendo fielmente su ministerio hasta el final. En 2016 declaró en una entrevista: "a mi edad no puedo cambiar las cosas del mundo, pero creo firmemente que Dios tiene su plan para la Iglesia católica en China". Historias como ésta, que nunca saldrán en las portadas, son el tejido profundo de una Iglesia que camina en el tiempo más allá de cualquier tropiezo.