La foto que me ha llamado la atención es de cinco mujeres. Se han reunido en el salón de una de ellas, en el salón de la que tiene la casa más grande. Han preparado una mesa larga y estrecha. Es una mesa dispuesta con primor, con bajoplatos, con copas diferentes para el agua y el vino, con cestos para el pan.

Esperan el momento de que lleguen más amigas o de que el pollo se termine de asar. Han abierto un vino blanco de aperitivo. Han puesto algo de música. Y una de ellas, la que siempre es la más lanzada, se ha puesto a cantar su tema favorito. La más lanzada levanta una mano y se la acerca a la boca como si tuviese una micrófono. Y otra gesticula como si fuera la solista de un grupo de heavy. La tercera mujer se lleva las manos a la cara y agacha la cabeza con un gesto que puede ser de vergüenza ajena o de sorpresa divertida.

Todas sonríen sin acabar de comprender por qué. Están bien, las cinco están bien, en el momento de la foto, en ese preciso instante, están bien. A las cinco mujeres les ha invadido una alegría sin lógica y de forma imprevista están ejerciendo su derecho a vivir el presente. Lo saben, las cinco mujeres, lo saben. El mundo se hunde, la devastación se extiende, pero les ha bastado poco, nada, un cierto acorde, un aire ya vivido, un mirarse a los ojos, para estar bien, para sucumbir a una emboscada de la alegría.