La foto que me ha llamado la atención es de un pavo real. Le llaman al pavo de la foto el turco. El turco es un pájaro, como todos los de su especie, dominado por un instinto destructor que acaba con la paciencia de sus criadores. El turco es altivo, desagradecido. Solo piensa en llenarse el buche, todo se le debe. Es arrogante con sus cuidadores y muy miedoso cuando percibe cualquier amenaza. El turco es además sucio, sus excrementos huelen a ropa sucia y mojada, a basura de varios días en un día de verano.

El turco necesita siempre agua limpia y fresca, árboles bien podados, ni demasiado calor ni demasiado frío, ni demasiada humedad ni demasiada sequedad. Tiene la salud muy frágil y hay que verla por ella. De tanta ayuda, socorro, patrocinio y amparo se saca poco beneficio y provecho. Si acaso el turco se come alguna culebrila. El turco nunca corresponde a los beneficios y a las gracias recibidas. Ingrato, olvida o desconoce favores.

El turco cuando se aparea grita como se estuvieran degollándolo, como si le estuvieran pasando a cuchillo o escaldando en un caldero de barriga ancha. Pero sopla el viento y se lleva las nubes y el turco descubre las plumas verdinegras y se comprende tanto gallardeo. El pecho del turco fulge con su azul cobalto y saca a pasear sus ojos de turquesa y abre el abanico de cobre y bronce. Y el turco se convierte entonces en memoria de un huerto muy ameno, de un jardín hermoso sin vergüenza ni pena.