La foto que me ha llamado la atención la he visto en la Vanguardia. Es la imagen de una plaza bañada por la luz de un farol. La luz, de un amarillo apagado, cae sobre dos bancos deshabitados. A izquierda y derecha de la farola dos árboles urbanos, modestos, quizás acacias que han hijo dejando sobre el suelo una alfombra todavía deshilachada de hojas. En la plaza hay una heladería, una mercería y un bar. Los tres comercios, cerrados. En la persiana de la heladería, pintados, cuatro cucuruchos de fresa, vainilla y menta. Helados a destiempo en la fría plazuela Preside la escena un gran reloj. En la fachada de uno de los edificios unas manillas muy elegantes dicen que son las nueve menos diez. Empieza la noche de un día corto de otoño en la plazuela huérfana de voces y de gentes, empieza la noche sola en la plazuela. Sin sombras sin ajetreos está la plazuela, sin ese ir y venir que se resiste a rematar el día sin gloria, sin confidencias, sin niños regazados, sin jóvenes matando las horas con generosidad bajo el reló de números redondos. Vacía está la plazuela, esperando está la plazuela que alguien venga a cruzarla, a pisarla, a llenarla. Vacía está la plazuela como un corazón cuando el día ya se ha marchado, como un corazón lleno de ausencia.