La foto que me ha llamado la atención la he visto hoy en la Vanguardia. Es el retrato de un grupo de jóvenes al borde del mar. Uno de ellos, con camisa azul, pelo oscuro y recio, enseña con mucho orgullo una cartulina en la que aparece su foto. La cartulina acredita algo, su identidad, sus estudios, quizás sea un diploma por ser el mejor goleador del barrio o el campeón de un torneo de videojuegos de su ciudad. El chico, al enseñar la acreditación, le sonríen sus ojos bajo unas cejas pobladas. Está más que satisfecho, exultante, puede decir quien es, de qué familia viene, quién es su padre y su madre, puede recitar de memoria los viejos reyes de su reino, los santos de su cofradía, el nombre de las montañas de sus antepasados, las tierras donde trabajaron, recuerda las ramas más viejas de su árbol genealógico, la fuente donde el primer padre de su tribu bebió agua. El chico de la foto es eso y todo más, el chico de la foto son las palabras con las que dice buenos días, el chico de la foto es la palabra con la llama o se olvida de Dios. Pero el chico de la foto es, sobre todo, el aire que le queda entra las manos después de haber contado todos los granos de la arena de la playa. El chico de la foto se mira por la mañana en el espejo para lavarse, dice yo, y repite otra vez yo mirando su cara y se descubre como un extraño, misterioso, compañero de sí mismo.