Luis del Val: "La esperanza de una víctima se escape por las rejas de la celda y le deje a solas con la única compañía de la más terrible de las emociones: la desesperación"
El periodista denuncia el horror del error judicial y la condena de inocentes

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Cualquier error profesional tiene consecuencias para terceros, pero hay algunos cuyos efectos son devastadores. Un cocinero puede provocar una intoxicación colectiva en una boda. Un controlador aéreo distraído logra, en unos segundos, un desastre al chocar dos aviones. Y un médico cuyo diagnóstico esté equivocado consigue llevar a su paciente no hacia la salud, sino hacia la tumba.
Los jueces no se libran de la equivocación. Y, de vez en cuando, aparecen casos que nos deslumbran, desgraciadamente, de cómo, sin ánimo de hacer daño, una cadena de distracciones, desatenciones y pereza lleva a un inocente a la cárcel.
A quienes somos hipersensibles a las injusticias, el error judicial nos parece una de las penas más atroces que puede sufrir una persona. Y no sólo la pérdida de la libertad, el don más grande que nos han dado los cielos —como dice Cervantes por boca de don Quijote—, sino ese tormento que conduce a la desesperación, porque nadie te cree, puede que a veces ni siquiera tu familia.
Al conde de Montecristo le quedaba el consuelo de saber que estaba en prisión por el odio de alguien, pero es mucho más desesperante que no haya culpables conocidos, ni caminos de retorno, ni siquiera objetivos de venganza. Por eso, las indemnizaciones de las injusticias judiciales sólo son pobres limosnas que no pueden arreglar una vida destrozada. Y si encima hay que luchar contra el desprecio miserable de la Administración, la Administración se convierte en una ruin torturadora.
Algunas veces, cuando personas de las que estamos convencidos de que son culpables son puestas en libertad por falta de pruebas, nos rebelamos ante lo que presumimos una injusticia, porque siempre olvidamos uno de los principios más necesarios a la hora de juzgar: in dubio, pro reo. En caso de duda, la duda siempre a favor del acusado.
Porque es mucho mejor que cien culpables, o mil, se libren del castigo a que uno, un solo inocente, sea condenado por error o por indicios que no se pueden demostrar de manera determinante. Es la única manera de evitar que, un mal día, la esperanza de una víctima se escape por las rejas de la celda y le deje a solas con la única compañía de la más terrible de las emociones: la desesperación.