Hoy quiero mirar especialmente a los sacerdotes. En unos días celebramos el día de San José, padre, esposo y patrono de la Iglesia Universal. Custodio de la Iglesia. Cómo no mirar a los sacerdotes que tantas veces nos acompañan de la misma manera, humilde y silenciosamente.

En torno a este Día de San José, la Iglesia celebra el Día del Seminario. Son muchos los que han sentido la llamada de Jesús en sus parroquias, con otros jóvenes o viendo el ejemplo de otros sacerdotes que les ha llevado a imitar su estilo de vida. Es imposible que esa felicidad a veces no se contagie.

Hoy en día, en nuestra sociedad, la presencia del sacerdote nunca pasa desapercibida. Y su huella es prácticamente imborrable. Ser sacerdote hoy es acompañar la enfermedad, la soledad, la muerte, también la vida. Es acercar a Jesús a quienes aún no lo conocen. Es hacerle presente a través de los sacramentos en nuestra vida. En la parroquia, en el barrio, en nuestros pueblos o ciudades.

Ser sacerdote hoy es curar las heridas de un mundo que grita, un mundo donde cada vez se entiende menos su presencia. Sin embargo, siempre están ahí. Nos recuerdan que Dios sigue entre nosotros. En lo bueno y en lo malo. Ellos son personas, como tú y como yo, que también lloran, ríen, ven una película o salen a dar un paseo. Pero también se preocupan de algo que a otros muchas veces se nos olvida: cuidan de la fe y de los demás.

Necesitamos sacerdotes sencillos, de esos que dan la mano y nunca la sueltan porque la Iglesia no puede vivir sin sus sacerdotes. Por eso tenemos que rezar para que surjan nuevas vocaciones que sepan responder a los desafíos de hoy en un momento en el que la Iglesia nos pide caminar en sinodalidad y crecer en fraternidad.

Una vocación de servicio a la Iglesia y a la sociedad. Porque a su lado, es más fácil ver el mundo con esperanza.