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La puerta del asesino

Hemos pasado de inmiscuirnos en la vida y casa del vecino a desconocer quién habita a dos metros de nuestro felpudo

La puerta del asesino

 

Jon Uriarte

Comunicador

Tiempo de lectura: 3'Actualizado 12:35

No somos justos. Nunca. Pero a veces lo demostramos con creces. Ha sucedido otra vez. En esta ocasión con los habitantes de “El Campillo”. Escucho y leo que mucha gente, desde la rotundidad argumental que otorga la fría distancia, critica a los vecinos de Laura Luelmo. La razón: No se entiende que nadie la avisara. Que ni una sola de esas personas advirtiera a esa guapa y simpática zamorana recién llegada que, de todas las casas del pueblo, había acabado frente a la puerta de un asesino. Yo tampoco lo entendí. Lo reconozco. Hasta que miré alrededor. Y entonces comprendí que tampoco yo habría avisado. Porque no me habría dado cuenta. Simplemente, no conozco a mis vecinos. ¿Usted sí?
-Siendo poco más de 2000 vecinos tenían que conocerse todos-. Es probable. O no. Hemos pasado de inmiscuirnos en la vida y casa del vecino a desconocer quién habita a dos metros de nuestro felpudo. Hagan la prueba. Con la actual, he vivido en cuatro casas, incluyendo la materna. De esa última recuerdo a tres o cuatro vecinos. El resto no los retengo en la memoria o han fallecido y ahora sus casas son de personas que jamás podría identificar en una rueda de reconocimiento. Como mucho nos cruzamos en el portal, en navidades y en el puñado de visitas que hago a mi madre a lo largo del año. Parece poco, pero lo que sigue es peor. En la siguiente casa, cuando dejé el nido familiar, conocía gran parte del vecindario. Pero pasaron los años y la relación se fue diluyendo y cada cual hacía su vida. Unos se fueron y otros llegaron. Ahora no conocería a nadie. Lo sumo, a la pareja del cuarto A. Así que tampoco podría avisarles de que un vecino me daba mala espina. Tampoco a los de la siguiente vivienda. Ni a los de la cuarta y actual. Si viven de alquiler lo entenderán mejor. Siempre con la sensación de que vas para un rato, aunque te tires una década en el mismo lugar. Quizá por eso, tampoco reparas mucho en la persona que duerme al otro lado de la pared. Y si eso pasa en una ciudad, sea centro de la capital o zona residencial periférica, imaginen en un lugar remoto, solitario y pequeño. 

Si tienen el buzón en un pueblo o lo tuvieron, habrán comprobado que ser pocos no siempre significa ser cercanos. Para demostrarlo vuelvo a ponerme de ejemplo. El caserío familiar tiene cerca otros. En uno de ellos viven las nietas de la primigenia dueña que fue, en su día, uña y carne con mi abuela. Pues bien, apenas nos saludamos. Como mucho un “hola, qué tal” cruzando miradas por encima de los setos que separan las fincas. No les digo nada las casas más alejadas. Podría vivir Hannibal Lecter y no lo sabría. Las casas han cambiado y los habitantes son otros. Y, por supuesto, nadie conoce a nadie. Tampoco en pueblos pequeños donde parece imposible que, en un callejón de metro y medio, no coincidas con el que vive enfrente. Pero sucede. Antes, insisto, nos pasábamos de frenada y sabíamos hasta los horarios de las gentes con las que convivíamos. Ahora se puede morir alguien el piso de abajo y no se entera nadie hasta meses después y por el olor. Recordarán más de un caso similar que ocupó titulares el tiempo justo como para salir en el telediario y pasar al olvido. De ahí que, pese a la rabia que genera que nadie avisara a Laura de que un depredador sexual y asesino vivía frente a ella, deberíamos reflexionar sobre cómo actuamos ante nuestros propios vecinos. Lo que me lleva a la eterna pataleta y al que me lo arregle todo papá Estado.

Una cosa es que justifique a los habitantes de “El Campillo”, por lo expuesto aquí hasta ahora. Además el asesino confeso, cuyo nombre me niego a teclear porque me da asco, había salido hacía poco de la cárcel y puede que no se enteraran. Pero otra cosa muy distinta es que acepte su indignación porque “el Estado o quien sea” no avisó a Laura del peligro del lugar en que vivía. Si ellos y ellas no fueron capaces de llamar a su puerta para advertirle, pese a que todo el mundo conocía a esa bestia y de lo que era capaz, no creo que sea de recibo protestar luego porque otro no lo hizo, sea Estado o Perico el de los Palotes. Porque aquí la responsabilidad es de todos. Y de todas. Si nos involucráramos un poco más, solo un poco, los peligrosos serían señalados. Y eso vale para delincuentes reincidentes o para la basura que inunda estadios de fútbol. Para depredadores sexuales o para asesinos. Para maltratadores o para acosadores. En definitiva, para ese vecino que nadie desea. Si nos importara un poco más quién vive tras la puerta de enfrente no pasarían ciertas cosas. O pasarían menos. Porque nos conoceríamos más. Y así, no saldría nadie por televisión diciendo que “ya sabían que eso iba a pasar”. No, no lo sabemos. O eso espero. Porque si lo sabíamos, que nadie lo olvide, somos cómplices.      

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