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La paradoja de los mineros

A nadie se le ocurre que un rescate sin precedentes como el de Julen dependa de un oficio con menos futuro que el rinoceronte blanco

Jon Uriarte

Jon Uriarte

Comunicador

Tiempo de lectura: 4'Actualizado 17:52

Los mineros inician sus trabajos para rescatar a Julen en Totalán (Málaga)

Fotografía compartida en Instagram por Alfonso Rodríguez Gómez de Celis, delegado del Gobierno en Andalucía que muestra la entrada de la Brigada de Salvamento Minero en el túnel con el objeto de rescatar a Julen, el niño de 2 años que cayó a un pozo estrecho y profundo el pasado 13 de enero en Totalan (Málaga). EFE

Sergio Tuñón, Lázaro Alves Gutiérrez, Maudilio Suárez, José Antonio Huerta Lamuño, Adrián Villarroel Fernández, Jesús Alfonso Fernández Prado, Rubén García Ares. Cuando tecleo estas líneas están bajo tierra, por turnos, luchando contra la montaña. Quieren lograr lo que parece imposible. Pero no reconocen esa palabra. Jamás dejan atrás a un minero. Jamás. Y Julen, así lo han decidido, es uno de ellos. Lo que nos lleva a una paradoja. Los héroes a los que el mundo mira a estas horas, colgarán en breve el casco y la linterna. Son las cosas de esta absurda vida. Los únicos que pueden escarbar buscando milagros, serán en breve extinguidos.

Llámenme obtuso, pero no puedo dejar de pensar en ello. Quizá porque lo que está pasando en Totalán vuelve a recordarnos que el destino es un tipo con dudoso sentido del humor. A nadie, por muy retorcido que sea, se le ocurre que un rescate sin precedentes dependa de un oficio con menos futuro que el rinoceronte blanco. Pero está sucediendo en ese rincón de Málaga. Donde, por cierto, se está mostrando lo mejor del ser humano. Eso que te hace ir a la cama pensando que sigue habiendo buena gente. Desde una persona que inventa un sistema para hacer un agujero paralelo y una cápsula para que bajen, hasta quien acoge en su casa a la familia y los voluntarios, pasando por las que hacen la comida o aportan lo que tienen por un fin común. Todo eso es digno de aplauso.

Pero, insisto, no me quito de la cabeza a los ocho huéspedes de un hotel que lleva un nombre que carga retranca. Rincón de la Victoria. Cuatro sencillas palabras que resumen el espíritu que llevan estos mineros entre la botella de oxígeno y su espalda. Vivo o muerto nadie queda abajo. De ahí que la victoria a veces sea plena y otras un simple consuelo para, otra vez la paradoja, poder enterrar al difunto. Por eso deben estar preparados para todo. Dicen que por muy convencido y decidido que bajes «la mina te deja templao». Hiela la sangre y la mente. El hombre contra la tierra. Los dos solos. Con una pala como única arma. Como hace cien años. Como siempre. Como la Brigada.

Así les conocen. La Brigada. Tienen su base en lo que queda del, según cuentan los veteranos, mítico «Pozo Fondón». Está en Sama de Langreo, Asturias. Allí entrenan, imaginando rescates imposibles, mientras contemplan los estertores de un oficio que llevan en su ADN. Hay asuntos en los que puedo opinar, pero no sentenciar. Este es uno. En cambio veo que mucha gente lo hace. Sea para que siga la minería o para que desaparezca. Por un lado quien asegura que es un saco sin fondo que sangra las arcas del Estado y que fabrica prejubilados en una tierra que debería haberse reconvertido. Y por otro, quien defiende que la mina podría tener futuro si no se vendieran milongas con las renovables y se apoyara al sector. Y así, suma y sigue.

Con el corazón partido

Tengo un amigo de Mieres que carga con un corazón partido. Ama su tierra pero le duele que haya más bares que libros y que los mineros vendan sus pulmones para acabar acodados en la tasca. Yo le digo que exagera. Que toda tierra que vivió del carbón y del hierro, Bizkaia es otro ejemplo, tiene sus cicatrices. Pero señala Bilbao y responde que hay trenes que nunca se deben dejar marchar. Entonces callo y pienso que carezco de datos. Que la mina no es una canción de Tom Jones o la foto de un hombre valiente que baja al centro de la Tierra. Que el romanticismo nunca casó bien con el mundo real. Por eso, insisto, no entraré hoy en ese debate. Lo que no impide que siga pensando en los ocho de la Brigada.

Alguno es de mi quinta. Año arriba, año abajo. Y en breve estará jubilado. He vivido esa sensación en platós de televisión. Donde el mejor de los cámaras apagaba la suya y se iba a casa, llevándose sus años de experiencia. Y lo mismo en demasiados oficios y profesiones, donde quien sabe se va y quedamos en manos de los que no saben. O saben poco. No parece tan grave en televisión. Pero tengo otro amigo que es cirujano. Un día operaba cánceres de colon y al siguiente no era útil para la sociedad. A casa y contento de que cobrarás pensión. Ahora está en África salvando a quienes nunca imaginaron ver de cerca a un doctor. ¿Pero quién sacará a los futuros Julen cuando estos mineros no estén? Por desgracia siempre habrá un maldito y escondido agujero. De hecho hay millones. Y habrá que escarbar, buscar y rescatar. Por eso pienso en ellos.

La minería ha inspirado canciones, historias y leyendas. Es tan admirada como denostada. Tan debatida como desconocida. Tan sucia, como épica. Ser minero no es un trabajo, sino una patria. La que componen quienes llevan el mineral en pulmones, piel y venas. Una patria que, aunque solo sea en estos días amargos, es la de todos. Por una vez aplaudimos, siendo uno, el oficio del pico y la pala bajo tierra. Seguro que a esta hora ya tienen novedades en la noticia que está junto a esta columna. Puede que sea buena o mala. Da miedo hasta mirar. Pero hay algo que no cambiará. No son siete. Sino ocho. Pero pase lo que pase, al menos para mí, siempre serán «Los ocho magníficos».

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