
Madrid - Publicado el - Actualizado
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A primera hora de la mañana del miércoles recibo una llamada telefónica desconocida. Preguntan por mi nombre y dos apellidos: —Sí, soy yo. La interlocutora se identifica, explicándome que ha estado realizando indagaciones para localizarme; al final internet es el recurso más socorrido. —Le llamo, espero no molestarle, porque conocía de la amistad entre usted y Ángel, con quien, como recordará, tengo dos niños menores de edad. De inmediato identifico a quien ha tenido la preocupación de encontrarme. —Lamento tener que comunicarle una triste noticia. Entonces presentí y temí lo peor: —¿Qué le ha pasado a Ángel? —Recordará que el año pasado le operaron a corazón abierto; al parecer la válvula artificial que le pusieron se le ha infectado y de forma inesperada ha fallecido esta madrugada; pensé que querría saberlo. —Pese al mazazo, agradezco que me hayas trasladado esta luctuosa noticia de mi amigo Ángel. En estas circunstancias las personas procuran solidarizarse y hallar consuelo mutuo. Comentamos durante un buen rato detalles de lo acaecido, reseñando los rasgos más relevantes del recién fallecido: sus aciertos y sus errores. Isabel —así se llama quien se había empleado con denuedo para hablar conmigo— me conocía por haber coincidido en varios juicios. Ella demandaba al padre de sus dos hijos, pues ni siquiera estaban casados; mi trabajo consistía en defender a Ángel. La perspicaz psicología femenina descifró en uno de los juicios mi lenguaje corporal, y cómo desaprobaba alguna actuación del defendido. La interfecta todavía conservaba en la memoria aquel rasgo de nobleza, que le animaba a compartir este dolor. La amistad —primero profesional y luego personal— con este economista y empresario databa de cinco lustros atrás. Este peculiar granadino, con una fuerza vital desbordante, trabajador empedernido, formado en varias multinacionales de Barcelona, regresó a su tierra natal, en donde prestaba ayuda profesional a sus amigos. Recuerdo que, en más de una ocasión, con la legitimidad que otorga una amistad sincera, intenté hacerle caer en la cuenta de su desordenada vida. Le espoleaba a considerar que el nutrido patrimonio personal, entre fincas de olivar, locales y viviendas, forjado con su exitoso trabajo, no se lo iba a llevar a la tumba. Aunque ha fallecido con sólo 70 años, vivía para trabajar, sin encontrar el equilibrio vital necesario. Le intentaba hacer ver que se había introducido en la espiral adictiva del trabajo, en donde concentraba todas sus energías. Sin embargo, tenía abandonados aspectos familiares y personales, para los que se necesitaban cualidades como la comprensión o el perdón, que era incapaz de articular. Este tipo de personas luchadoras, muy seguras de sí mismas, suelen declarar la guerra al mundo y emplean todas sus fuerzas en ese cometido inútil. Si, además, tienen a gala un elevado concepto personal, sin advertir los derechos de los demás, pueden terminar sus días en la más absoluta soledad. Quizás el legado positivo que nos transmite el protagonista de esta columna es escarmentar en cabeza ajena, para disuadirnos de emprender esta senda poco edificante. El pensamiento frecuente de nuestra muerte nos ha de llevar a reaccionar y a corregir el rumbo de nuestra vida. Al final, todo el poderío económico y la humana soberbia quedan reducidos a un cuerpo en estado de descomposición, arrumbado en una caja de madera, dentro de un frigorífico en un tanatorio. Esa fue la triste despedida de Ángel, en una tarde de verano, ante la soledad circundante más sombría. El encargado del lugar fúnebre abrió la caja y descorrió la cremallera que envolvían sus restos mortales, para darle un último adiós con quien había mantenido tantas confidencias de amigo, mientras le rezaba en alto una Salve. Entonces me vino a la cabeza la frase evangélica: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?”. En mi conciencia pesaba la responsabilidad de no haberle prestado la ayuda suficiente; pese a no habérmelo facilitado. En el último juicio más importante de su existencia, sirva de alegato en su defensa de “corpore insepulto”, ante el tribunal de la vida que le ha de juzgar, la atenuante cualificada del servicio generoso que prestó a los demás; a la vez, se solicita de las personas agraviadas, como trasladé a Isabel, el perdón y la reparación de daños, que en vida fue incapaz de materializar.