Mater Misericordie - La llama Viva

Mater Misericordie

En un artículo anterior titulado: “la Navidad que cambió el mundo”, contaba cómo fue mi primer viaje a Rusia con una delegación de la Confederación Católica de Padres de Familia invitados por Gorbachov. Terminaba diciendo: “no voy a contar aquí el viaje que dejo para otra ocasión”, el momento ha llegado, en medio de este clima de angustia que está viviendo la humanidad.

En el viaje que hicimos a la Unión Soviética invitados por Gorbachov, estaba incluida la visita a una Iglesia Católica.

A finales de enero de 1988, habíamos fundado en Madrid la Unión Iberoamericana de Padres de Familia, UNIAPA, presidida por Monseñor D. Carlos Amigo. Viajaron a España los presidentes americanos de Padres de Familia de Colegios Católicos de México, Argentina, Colombia, Uruguay y Paraguay, después de la ceremonia les invitamos a Badajoz donde nuestra Confederación celebraba su Asamblea. Estando allí recibimos una llamada de la Embajada de Rusia, comunicándonos la invitación de Gorbachov para viajar a la Unión Soviética, para conocer su Sistema Educativo.

Volvimos a Madrid y como nuestros amigos americanos iban a viajar a Roma, pensé que podíamos intentar que nos recibiera el Santo Padre, para bendecir a la recién nacida Unión Iberoamericana de Padres. Era difícil, casi imposible, llamé a Monseñor Javierre que vivía en Roma, para que nos

consiguiera una audiencia privada. Me llamó para decirme que era imposible con tan poco tiempo, pero que había conseguido que estuviéramos en la audiencia del miércoles, en 1ª fila y que el Santo Padre nos diría unas palabras. Era un lunes por la mañana, el vicepresidente de la CONCAPA, Manolo Nebot, su mujer Mari Carmen y yo, no lo pensamos más: cogimos un avión para Roma. Nuestros amigos hispanoamericanos ya estaban allí, en una residencia de religiosas qué les habíamos facilitado en la propia Ciudad del Vaticano.

Al llegar a Roma, fuimos directamente a la redacción del periódico vaticano. Eran las 12:30 de la mañana, el director Joaquín Navarro Valls nos recibió. Le preguntamos que con quien teníamos que hablar para intentar que nos dieran una audiencia privada. Nos dijo que la persona encargada de las audiencias era Monseñor Monducci, una persona muy difícil que nunca cambiaba las audiencias programadas.

Eran las 12:30 del mediodía.A las 13:00 todo el mundo almorzaba en Roma: “vamos a hablar con Monseñor Monducci”. Cruzamos la plaza, en la Portona di Broncce la entrada del Vaticano, un soldado con su alabarda tendida nos preguntó que a dónde íbamos: “venimos a ver a Monseñor Monducci”, “Per la escala”, respondió.

Sin tener ni idea de dónde podría estar, empezamos a subir por la impresionante escalera de piedra. En la 1ª planta vimos una puerta pequeña, la abrimos y nos encontramos a un sacerdote escribiendo en un despacho: “¿qué desean?”, nos preguntó. “Venimos a ver a Monseñor Monducci”, le dije. Nos acompañó a una sala contigua y cerró la puerta. Al poco, entró: “Monseñor les espera”. Fuimos con él atravesando un pasillo y al fondo, al abrir la puerta nos encontramos en una habitación adornada con cuadros y tapices, a pesar de la penumbra, distinguimos al fondo, de pie, delante de una mesa al Cardenal Monducci, alto y delgado majestuoso que, con cierto aire de curiosidad, nos preguntó: “¿quiénes son ustedes y que desean?”.

Le expliqué que Gorbachov nos había invitado el lunes, a Rusia para estudiar el sistema educativo de su país; le contamos que teníamos entradas para la audiencia del miércoles, pero que necesitábamos que nos consiguiera una Audiencia Privada el martes con el Santo Padre, le contamos cómo se había fundado La Unión Iberoamericana y que todos los presidentes de estos países, habían viajado a Roma con la esperanza de

estar cerca del Santo Padre. “Imposible”, nos dijo, “está todo cubierto”. “Por favor monseñor nunca hay nada imposible…” Nos miró de nuevo y dijo: “Vengan mañana, tendrán una Audiencia Privada con el Santo Padre”.

Le dimos las gracias y a continuación nos dijo: “Acompáñenme hasta el coche que tengo en el patio y mientras me cuentan cómo han conseguido, siendo una Organización Católica, que les inviten a Rusia.

Cuando llegamos a la residencia, nos esperaban los mexicanos. Les dijimos que íbamos a conocer al Santo Padre y se le saltaron las lágrimas emocionados, todos nos abrazamos y nos fuimos a un restaurante de la Vía Condotti… comimos spaghetti a la carbonara para celebrarlo.

A primera hora del día siguiente estábamos en el Vaticano, haciendo cola para la audiencia. Yo había telefoneado a Paloma Gómez Borrero para que viniera con nosotros, a grabar el encuentro. Monseñor Monducci me había dicho: “Usted presentará el Acto al Santo Padre, le dirá unas palabras, no habrá mensaje por escrito porque no hay tiempo para prepararlo.”

Éramos un grupo de lo más singular, los mexicanos iban vestidos con sus trajes regionales, Paloma al fondo con la cámara. Nos tocaba pasar detrás de un grupo de seminaristas de la Lombardía. En el corredor nos cruzamos con D. Fernando Sebastián, que salía con un grupo de navarros. Por fin entramos en la sala de audiencias, nos pusimos en semicírculo cerca de la puerta por donde iba a entrar el Santo Padre. El Papa apareció sonriente, nos miró y dijo: “¿Qué hace usted aquí Paloma? “Ya lo ve Santidad, trabajando”. El Cardenal Monducci me hizo una seña para que tomara la palabra, presenté al grupo y le explique al Santo Padre lo que era la Unión Iberoamericana de Padres: una Organización Católica que trabajaba para que la Libertad de Enseñanza y la Educación se respetará en sus países. Cuando terminé de hablar, el Santo Padre se metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja escrita la noche anterior, de su puño y letra, pidiendo a los Obispos de América que era su deseo que apoyarán a esta Organización: “Deseo que se extienda en esos queridos países”. Acercándose me la entregó. Luego fue saludándonos uno a uno, le besábamos la mano y nos entregaba un Rosario bendecido por él.

Por la tarde regresamos a España y el lunes partimos para Rusia.

El acompañante de la KGB, el cuarto día, de nuestra estancia, nos dijo: “Mañana prepárense para viajar a la ciudad de Vilna”. ¿Por qué? pregunté, “porque allí hay una Iglesia Católica”.

El viaje en el tren resultó toda una aventura: las ventanillas estaban clavadas y no se podían abrir, en cada vagón en las puertas de entrada había una policía sentada en un taburete, con un fusil con el cañón apuntando hacia el suelo.

Ana María Armendáriz y yo teníamos una cabina individual, cogimos las sábanas y nos hicimos la cama, como estábamos muy cansadas nos quedamos profundamente dormidas. Nos despertamos con el sonido de una campana. Estábamos llegando a nuestro destino. Nuestros compañeros estaban ya en el pasillo esperándonos, Manuel Nebot, José Luis García Garrido y Abilio de Gregorio, Mijaíl, el traductor y el funcionario de la KJB.

Vilna, capital de Lituania, tenía un aire más europeo. Nos llevaron a desayunar a una cafetería. Allí nos esperaban un grupo de mujeres que nos dieron la bienvenida. Tomamos té, galletas y fruta. Al terminar, el guía nos dijo que teníamos que irnos porque nos iban a recibir las autoridades educativas de la ciudad. En la reunión nos explicaron que la educación para ellos era una pieza clave para la transformación del país, un país que quería recuperar más espacios de libertad. Al salir Mijaíl nos dijo ahora vamos a visitar la Iglesia Católica.

Caminamos por calles estrechas con casas muy antiguas como las de nuestros países mediterráneos, de Barcelona o Mallorca. Al volver una esquina entre dos edificios en lo alto, apareció ante nosotros la imagen de la Virgen, sobre ella una inscripción: MATER MISERICORDIE, se abrió una puerta y entramos, frente a nosotros una escalera por la que subía la gente a rezar a la Virgen, cuando nos vieron se pusieron contra la pared y se taparon la cara… El traductor se acercó y me dijo: “No sé si sabré traducir porque nunca he estado en una iglesia…”.

Se abrió una puerta y nos encontramos en la sacristía. Habían preparado unas sillas en semicírculo para nosotros. Enfrente estaba un sacerdote de edad avanzada, a su derecha se colocó nuestro acompañante de la KGB y detrás de él, otro sacerdote más joven. Sobre una de las paredes, un retrato del Papa Juan Pablo II con mirada acogedora.

Me dieron la palabra, presenté al grupo y expliqué que veníamos de España, que formábamos parte de una Confederación Católica de Padres. Mis compañeros se fueron presentando. Finalmente nos callamos para que el sacerdote tomara la palabra. Él cogió un libro, lo abrió, y con un tono impersonal comenzó: “La Iglesia fue construida en el siglo… etcétera; ni una palabra que tuviera una connotación religiosa… Al terminar, se levantó. Se notaba la tensión en el aire y dijo: “pueden ir a visitar el templo yo les esperaré aquí para despedirles”.

Entonces yo recordé que tenía en el bolsillo, el Rosario que el Santo Padre me había dado la semana anterior y dando un paso hacia él le dije: “hace una semana he tenido una audiencia con el Santo Padre y quiero entregarle un Rosario bendecido por él”. Por primera vez el anciano sacerdote me miró, me miró a los ojos, nos fue mirando uno a uno, lentamente, … se me acercó, abrió sus manos grandes llenas de todo el amor y la fe que no le habían abandonado durante toda su vida y puse el Rosario en sus manos, me dijo: “le voy a entregar el oro de Rusia” y abriendo un cajón cogió un Rosario de ámbar y me lo dio. Subimos a contemplar de cerca la imagen de la Virgen, luego fuimos a despedirnos a la sacristía, el sacerdote me cogió las manos y poniéndome dos pequeños cuadritos de latón, de Mater Admirabilis, apretándome con sus dedos varias veces me dijo: “désela a sus amigos” … Uno lo tengo yo en mi cuarto, todas las noches le rezo, el otro entendí que tenía que hacérselo llegar al Santo Padre.

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