La vida política española no deja de ofrecer continuas paradojas. Pedro Sánchez afirma que ser patriota no consiste en envolverse en una bandera nacional, cuando eso fue lo que él hizo al presentar su candidatura a la Presidencia del Gobierno para que nadie creyese que iba a favorecer al separatismo catalán. Han bastado unos meses para demostrar que una cosa son las apariencias y otra la tozuda realidad. La supervivencia de Sánchez en La Moncloa depende precisamente de los que rechazan la bandera española y eso está generando tensiones insospechadas en el cuerpo electoral.

Resulta significativo que la candidata del Partido Popular a la presidencia de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, haya dedicado sus primeras palabras a insistir en la necesidad de erradicar el odio de la vida política. Ese odio, que en España tiene una especial resonancia histórica, parece que vuelve a cobrar carta de naturaleza como arma política. Podemos ya ha sido formalmente acusado de suscitarlo en Andalucía por motivos ideológicos, a raíz de las movilizaciones organizadas tras llegar Vox al parlamento andaluz. Pero más allá de la definición jurídica del delito de odio, tipificado en el Código Penal, lo importante es entender la semilla de destrucción de la convivencia que conlleva introducir en el debate político la categoría de “enemigo” y la práctica de las trincheras.