Treinta años después del fin del apartheid, Sudáfrica celebra elecciones con posibilidad real de que el Congreso Nacional Africano, que en otro tiempo lideró Nelson Mandela, pierda la mayoría parlamentaria. El cambio de gobierno es algo más complicado, aunque no imposible. La sensación es, en todo caso, de final de ciclo. Se agota la legitimidad ganada con una transición pacífica que asombró al mundo entero. Para las generaciones más jóvenes, que no conocieron el régimen racista, lo que cuenta es la falta de oportunidades, unida a la corrupción y nepotismo, especialmente durante la penosa etapa de Jacob Zuma, enfrentado ahora a un juicio por corrupción. La celebración de ese juicio evidencia que las instituciones funcionan.

Sudáfrica cuenta además con una sociedad civil estructurada. Pero todo ese potencial se ha visto mermado por malos gobiernos y la economía no termina de despegar, lastrada por problemas estructurales. Lo que frena la posibilidad del cambio de gobierno es que la Alianza Democrática, a pesar de gobernar la provincial del Cabo Occidental, sigue sin ser percibida como una opción por la mayoría negra. Esto complica los posibles pactos electorales, en los que el foco se pondría sobre diversas formaciones pequeñas interesadas en presentarse como opciones regeneradoras y capaces de ofrecer alternativas de futuro a la juventud. En ese intento ha fracasado Cyril Ramaphosa, más preocupado por mantener la cohesión interna del partido. Pero este es su último mandato, y aunque tal vez consiga gobernar cinco años más, las señales de fatiga son más que evidentes en el CNA.