Por primera vez en sus más de 40 años de vigencia, el día de la Constitución se celebra en una situación de estado de alarma. La cuestión podría resultar más o menos anecdótica si no fuera porque, efectivamente, España atraviesa momentos muy delicados, con el pacto constitucional seriamente deteriorado. Ya ni siquiera se trata de integrar a un nacionalismo profundamente desleal hacia el conjunto del Estado, pero al que la actual mayoría ha entregado la llave de la gobernabilidad. El modelo dual establecido en la Constitución, con la cogobernanza entre gobierno central y Comunidades Autónomas, ha evidenciado serias limitaciones en la gestión de la pandemia, a diferencia de lo sucedido en un país federal como Alemania.

Esa experiencia demuestra que el problema no está en la organización territorial sino en que las estructuras descentralizadas de poder sirven de caja de resonancia a un problema anterior: la polarización ideológica. La incapacidad, la falta de voluntad siquiera por parte del gobierno de pactar la ley de educación, o las amenazas con respecto a la reforma de la justicia, otra ley que por definición debería ser ampliamente consensuada, son indicadores claros de que las ideologías se han apoderado de la patria, parafraseando el discurso del Papa Francisco a Pedro Sánchez. Cierto que la aritmética parlamentaria no ayuda. Pero los problemas son muy serios y exigen respuesta. Los grandes partidos, comenzando por quien gobierna, deben romper con la dinámica de confrontación y demostrar sentido de Estado.