Sadam Hussein fue un dictador, usó armas químicas, provocó guerras y persiguió y masacró al pueblo kurdo con falsos argumentos religiosos, entre otras muchas cosas. Contra él se creó una coalición internacional, liderada por Estados Unidos, que invadió Irak el 20 de marzo de 2003. La guerra se extendió durante ocho largos años. Sadam Hussein fue condenado por crímenes contra la humanidad y ejecutado en 2006.

La invasión de Irak no fue una intervención militar rápida. La guerra provocó un serio vacío institucional que las milicias yihadistas aprovecharon extendiendo el terror por todo el país y forzando a una cruenta guerra civil. El exilio forzoso llevó a miles de iraquíes a buscar refugio fuera del país. Sin duda, la comunidad más perseguida fue la cristiana. En el Irak de Sadam Hussein vivían un millón y medio de cristianos. Hoy sólo permanecen 250.000.

Si la guerra fue un fracaso, la posguerra no ha sido mejor. Se invadió un país, pero nadie trabajó pensando en el día después. Algo parecido ha sucedido en Afganistán, con la enorme diferencia de que Irak era el país más estable, inclusivo y cohesionado de la zona. Las instituciones sociales y políticas, la vida económica, todas las infraestructuras del país saltaron por los aires. La guerra violó los principios y normas básicas de derecho internacional. Pero el peor mal de la guerra son las vidas humanas sacrificadas. En Irak fallecieron 665.000 personas, en su inmensa mayoría civiles. Queda un millón de mujeres viudas, dos millones de huérfanos y un número difícil de calcular de personas con heridas que jamás sanarán. Es el balance de una guerra inútil, injusta y fracasada.