El mundo mira con inquietud los escenarios de violencia que nos amenazan apenas empezado 2020, especialmente en el Cercano Oriente, centro de grandes tensiones en las últimas décadas. Asistimos a una nueva escalada en la lucha de influencias entre Estados Unidos e Irán en esta región crucial para la estabilidad mundial, en plena oleada de revueltas populares contra los sistemas políticos en Irak y Líbano, en buena parte sostenidos por Irán. El asalto a la embajada de Estados Unidos en Bagdad este fin de año, por parte de las Brigadas chiitas iraquíes, forma parte de esa escalada que tuvo su origen en la decisión de Donald Trump de retirarse de los acuerdos nucleares con el régimen de los ayatolás. Washington acusa a Irán de estar detrás de este ataque que recuerda, paso a paso, al que sufrió la embajada norteamericana en Teherán al comienzo de la revolución islámica.

A este complejo juego de influencias confesionales y políticas se ha sumado últimamente una prepotente Turquía que, con la ayuda de Rusia, trata también de sacar partido de las rivalidades regionales y ya ha puesto el pie en Libia. En realidad, no se trata de algo nuevo en la convulsa región, pero lo que ahora se teme, dada la confusa política exterior de Estados Unidos, es un fortalecimiento del auténtico protagonista que juega en la sombra: el vaporoso “Estado Islámico” que, muy lejos de haber sido derrotado, no deja de extender sus ramificaciones fuera de las fronteras del Oriente Medio.