El líder opositor ruso Alexei Navalni fue detenido el pasado lunes. Había pasado treinta días en la cárcel y a la salida, después de cumplir condena, sufrió una nueva detención. Su delito no es otro que el de oponerse públicamente a Vladimir Putim, defender un proyecto político distinto al del Presidente y denunciar las redes de corrupción instaladas en las estructuras del poder político.
La Rusia de Putin se ha vuelto un lugar hostil para los periodistas, políticos y activistas sociales que reclaman libertad de expresión y el reconocimiento formal y material de los derechos políticos más básicos. Y esto, más si cabe, después de que las elecciones a gobernadores celebradas el pasado 23 de septiembre arrojaran resultados no tan favorables como el partido del Presidente Putin hubiese deseado. Añádase a eso el impacto económico de las sanciones económicas, así como la presión social motivada por políticas internas en materia de pensiones, para entender por qué Putin tiene tanto interés en controlar cualquier foco de disidencia.
Putin ha manejado con maestría el discurso antioccidental con políticas que buscan la paz social. Si esta última se agrieta y los jubilados y los adultos, su principal apoyo electoral, le dan la espalda, podría comenzar a tener graves problemas.