Leo un apunte del obispo de Trondheim, Erik Varden, siempre estimulante, en el que con algo de humor dice que “hoy pensamos vivir tiempos difíciles desde el punto de vista político-eclesiástico, pero eso no es nada comparado con lo que tuvo que afrontar el papa Martin I, que vivió en el siglo VII. El imperio de Occidente había caído ya en manos de los bárbaros y Roma era gobernada desde Constantinopla, donde el emperador vigilaba de cerca a la Iglesia y trataba de mantenerla bajo control.

Cuando fue elegido Papa, Martín tomó posesión sin esperar la confirmación imperial, como exigían las reglas. Era una forma de defender la libertad de la Iglesia. Inmediatamente convocó el Concilio de Letrán, que abordó la cuestión del libre albedrío humano de Jesucristo, algo que el concilio aprobó contra la opinión extendida en Oriente de que la libertad humana de Jesús quedaba, de algún modo, disuelta en su voluntad divina. Era una cuestión de gran calado teológico, pero al emperador le alarmó la independencia que mostraba el nuevo papa. La tensión y las amenazas iban en aumento hasta que los soldados imperiales lo arrestaron en la Basílica de Letrán y lo llevaron a Constantinopla, donde fue condenado como traidor, encadenado y azotado públicamente, hasta decretarse su exilio en Crimea, donde murió.

Dice monseñor Varden que el ejemplo de Martín es imperecedero: un cristiano debe ser un ciudadano leal y contribuir al bien de la sociedad, pero cuando los poderes seculares interfieren en la vida de la fe, los cristianos tienen el derecho y el deber de decir "hasta aquí hemos llegado". Y eso puede tener consecuencias violentas, de hecho, veneramos al papa Martín como mártir. “Que Dios nos dé valor para estar a la altura de nuestra misión en tiempos de incertidumbre como los actuales”, concluye el obispo Varden. Por cierto, Roma mantuvo, a pesar de todo, la cristología definida en el Concilio y, con el tiempo, esta enseñanza se restableció también en Oriente.