Foto de dos actrices de cine muy conocidas sentadas en unas butacas de la primera fila de un teatro. La gorda y la flaca. La flaca se ha metido dentro de un vestido palabra de honor que enseña parte de la espalda, el escote, los brazos canijos, los hombros huesudos. El vestido resalta una piel de cerámica y subraya que la actriz flaca está falta de carnes, enjuta de tantos ayunos. La actriz flaca abre la boca con teatral entusiasmo mientras brinda chocando una botellita con la botellita que sostiene la actriz gorda y negra. La actriz gorda se desparrama en una melena de un rubio imposible con raíces oscuras. La espalda ancha, los hombros redondos y mantecosos, felices. El traje de tirantes acompañado de un chal espumoso que cae con forma de cascada. La actriz flaca rodeada de un perfume discretísimo, casi un agua de colonia pero con malicia, un perfume que recuerda el rastro embriagador de un galán de noche en la navajilla de la luna creciente. La actriz gorda acompañada de una fragancia de fiesta, venida de un lugar remoto y cálido, una fragancia de rosas y chocolate. Sutiles los dedos sin joyas de las dos mujeres de comedia levantan sus bebidas y el momento parece haber convocado una multitud de pétalos suaves, sutiles, estrepitosos. Fuera, lejos de la fiesta, en el silencio de una pared encalada un blanco primero, un blanco de inocencia, un blanco pobre y sin artificio salpicado por la eternidad de una buganvilla.