Desde que comenzó la guerra de Gaza, el respaldo de Irán a Hamas ha sido más retórico que real. Ni el régimen ni la sociedad civil iraníes sienten especial simpatía por el grupo terrorista. Olvidamos a menudo que Irán es un país de mayoría musulmana pero no un país árabe. Irán tiene sus propios intereses: ha extendido su influencia, a través de sus milicias, hasta el Líbano, Siria, Iraq y Yemen. La influencia en Siria es creciente por el hueco dejado en este país por Rusia, que se concentra en Ucrania.

Los países árabes temen el peso de Irán que sigue desarrollando su programa nuclear. De hecho, Arabia Saudí es el principal adversario regional del régimen de los ayatolas. Y el ISIS lo tiene entre sus objetivos.

La intensa proyección regional de Irán se produce al tiempo que una crisis económica y de legitimidad sacude a un país que es muy complejo. Un año y medio después del estallido de las protestas por el asesinato de la joven Mahsa Amini, el foso que separa a la sociedad iraní de sus lideres se ha incrementado. Las últimas elecciones celebradas en febrero, que en realidad han tenido mucho de farsa, han certificado el desapego.

En este momento lo inteligente sería no buscar una confrontación directa sino hacer ver a Irán que en su momento de debilidad no le conviene una guerra abierta. Ya se hizo en la guerra con Iraq en los años 80.