'Servus servorum Dei'
Una reflexión sobre el Papa León XIV y la festividad de San Pedro y San Pablo que se celebra este domingo

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Roberto Esteban Duque
Pedro, el Vicario de Cristo, negó a Jesús: “Non novi illum”, “no lo conozco” (Lc 22, 57). Pero también lloró amargamente por sus pecados (Lc 22, 62), respondiendo al llamado de Cristo: “Tu scis quia amo te” (Jn 21, 17), reprobando estrepitosamente la prueba y proclamando su amor por Cristo, confiando en que sus acciones anteriores no le alejaban del Señor, y que el amor de Dios supera su pecado.
Pablo, el apóstol en la actualidad prohibido por supuesta homofobia y machismo, aquel que dice de sí mismo que es como un aborto, que participara en el martirio de san Esteban y después se convirtiera en apóstol de los gentiles, también reconoce con humildad su miseria, la “espina en la carne” incapaz de extirpar, la “vasija de barro” en la que lleva “este tesoro” del mansaje de Cristo. Pero Dios le contestará: “Te basta mi gracia, la fuerza se realiza en la debilidad” (2 Co 12,9).
Este domingo, solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, es el Día del Papa: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 16, 18-19).
Confieso estar impresionado por las habilidades lingüísticas del papa León, cambiando de idioma con facilidad y fluidez. Pero también conmueve el verlo montado en un burro entre los pobres del campo en Perú o con el barro hasta las rodillas en una aldea rural. Cautiva la unción de su presencia inspiradora, su imagen de serenidad, desenvolviéndose con impecable modestia y contención en sus gestos, con una sonrisa permanente y apaciguadora que dispone para el encuentro, el diálogo y la escucha. Pero también seduce contemplarlo como un “hombre de mundo”, viajando por sus responsabilidades religiosas y diversos ministerios, ensuciándose las manos, encontrándose con Cristo en todo tipo de personas.
Quienes le conocen, dicen del Papa que es un excelente oyente, prestando gran atención a las personas y modelando esa capacidad de escuchar a los demás; que “le gusta estar rodeado de gente”, pero que “no es realmente efusivo”; que ha experimentado la iglesia global, viajando extensamente y encontrándose con personas de todos los ámbitos de la vida, incluidos los márgenes extremos y los más convencionales exitosos; que es profundamente orante, algo esencial cuando se es convocado a una misión y servicio (Servus servorum Dei) más allá de lo que cualquiera de nosotros es realmente capaz de hacer.
Sin embargo, trascendiendo esta geografía sensible que exuda humildad y sabiduría, sorprende cómo su lema cardenalicio y ahora como Papa, presagiara su pontificado como un verdadero “signo de los tiempos”, evidenciando la absoluta necesidad de restaurar la unidad dentro de la Iglesia, In illo Uno unum, inspirada en el espíritu del Sermón 272 de san Agustín, llamados como Iglesia a ser un solo Cuerpo Eucarístico de Cristo, señalando no solo una aspiración espiritual de quien se llama a sí mismo “hijo de san Agustín” sino un verdadero compromiso teológico, una unidad que solo es posible en Aquel por quien todas las cosas fueron hechas y en quien todas las cosas están siendo restauradas.
Si sólo Cristo puede unir a los dispersos, entonces la Iglesia, como su cuerpo, es la expresión visible de esa unidad en el mundo. Pero para Agustín, la unidad de la Iglesia no es política, étnica o cultural. Es la unidad sacramental y escatológica del totus Christus, el cuerpo místico de Cristo que reúne en sí a los muchos y los hace uno.
Esta unidad no sustituye al orden político, pero sí lo relativiza. Agustín se cuida en La ciudad de Dios de no presentar al emperador cristiano como la consumación de la historia política, como algunos de sus contemporáneos o casi contemporáneos fueron tentados a hacerlo. Dedica solo breves elogios a Constantino y Teodosio, e incluso entonces enfatiza sus virtudes privadas, no políticas. Lo más importante no es la cristianización de la autoridad imperial, sino la formación de un pueblo unido por un amor común a Dios. "Dos ciudades", escribe, "han sido creadas por dos amores: el terrenal por amor a sí mismo que se extiende hasta el desprecio de Dios, y el celestial por amor a Dios que se extiende hasta el desprecio de sí mismo" (Civ. Dei, 14, 28).
Y sorprende, asimismo, su providencial evocación, en la presentación de su ministerio, de las primeras palabras de Cristo resucitado a sus discípulos, como si los propósitos de Dios se le revelasen quasi privatim, personalmente: “La paz sea con vosotros”, describiendo esta paz como "desarmada", "desarmante", "humilde", "preservadora". El amor que une a la Iglesia no es reducible a la paz civil. Es más íntimo y más duradero. Es una comunión en un solo Cuerpo y un solo Espíritu, sostenidos por la Eucaristía y animados por la caridad. Es un resumen del misterio de la salvación. En Cristo, las divisiones de la humanidad son superadas, no siendo ignoradas, sino sanadas. Estas palabras son particularmente conmovedoras cuando se considera cómo sería convertirse en Papa en este momento de la historia.
El estado fracturado en el seno de la Iglesia nos hizo más sensibles al bien de la unidad, a la necesaria comunión eclesial, basada siempre en la cristología, que ahora el papa León deberá representar, dirigiendo los bienes finitos y limitados al bien infinito. A él nuestro respeto y obediencia, nuestro amor como Vicario de Cristo, nuestra sincera felicitación y la necesaria oración en un “tiempo secular” donde tan inexcusable se hace la acción y recepción del don de Dios a través de la persona del Papa por la función que le ha sido encomendada.





