Evangelizadores evangelizados

El gesto del Papa León XIV en Ucrania evoca la escena de San Francisco en Arezzo: la oración y el compromiso cristiano como respuesta al mal

 

 

Redacción Religión

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Roberto Esteban Duque

Durante la guerra civil de Arezzo, San Francisco de Asís pidió al hermano Silvestre que orara para expulsar los demonios que habitaban en la ciudad. El fresco de Giotto, La expulsión de los demonios de Arezzo, representa este momento: Francisco arrodillado en oración, mientras Silvestre, con la mano levantada hacia el cielo, ahuyenta a los espíritus malignos. La escena es un testimonio visual del poder de la fe y la oración para transformar el conflicto.

El fresco de Giotto, La expulsión de los demonios de Arezzo

El fresco de Giotto, La expulsión de los demonios de Arezzo

Este episodio parece cobrar nueva vida en el gesto del Papa al nombrar a Mons. Eduard Kava como obispo de Kamyanets-Podilskyi, en el oeste de Ucrania. Como Silvestre frente a Arezzo, Kava denunció con valentía el silencio de sus hermanos obispos en Alemania y Bielorrusia ante las víctimas de la guerra. “¿Acaso no saben que callar sobre el pecado también es pecado?”, les preguntó, recordando que la neutralidad ante el mal también es complicidad.

El sábado pasado, en la basílica de San Pedro, se vivió una escena que impresionó profundamente: madres ucranianas, con las fotos de sus hijos muertos o desaparecidos, se acercaron al Papa. Su fe, en medio del dolor, fue un testimonio elocuente de esperanza y resistencia espiritual. Buscan consuelo, pero también justicia, orando por el fin de una guerra sin sentido que arrastra vidas inocentes a la destrucción.

El mal, como recordaba Dostoievski, nace en el corazón del hombre cuando este se aleja de Dios. En El adolescente, Versilov sueña con una humanidad huérfana de Dios que, al principio, se abraza, pero acaba en el frío del sinsentido: “Si falta Dios, el amor se vuelve incomprensible y la Tierra se convierte en una piedra helada”.

En la escena de Arezzo, Silvestre no expulsa a facciones, sino a los demonios que convierten a vecinos en enemigos. Así también hoy: más que elegir bandos, los cristianos están llamados a ver, desde la oración, las raíces espirituales del mal. Evangelizar es sanar, y para ello es necesario entrar en el “castillo interior del alma”, como pedía Santa Teresa de Jesús.

Santa Teresa de Calcuta enseñó que no se puede separar el altar del tugurio. Cristo está presente en ambos. En el altar se ofrece como Pan; en el tugurio sufre en los pobres, en los huérfanos, en los cuerpos rotos por la guerra. Evangelizar es tocar a Cristo en el dolor del mundo.

Francisco, como Jesús y Benito de Nursia, entendió que antes de hablar, hay que escuchar. Enseñó a Silvestre a buscar lugares de silencio, donde el Espíritu Santo habla con firmeza. Lo escribió Thomas Merton: “Los que aman a Dios deben crear una atmósfera donde Él pueda ser encontrado”. Solo desde ahí se puede actuar con poder y con compasión.

La Iglesia necesita formar personas dispuestas a arriesgarse frente a las heridas del mundo, personas como Silvestre o como Mons. Kava, como esas madres que no se resignan. Evangelizar es formar cristianos capaces de expulsar el mal, no con violencia, sino con la fuerza del Evangelio, con el fuego de la misericordia.

Allí donde hay puertas cerradas por el odio, la división, la tristeza o el pecado, la Iglesia está llamada a ser portadora del espíritu de paz y reconciliación. No es una tarea política ni meramente humanitaria: es profundamente espiritual y misionera.

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