La visión en el monte

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«Maestro, qué bien se está aquí» (Lc 9, 33)

Señor Jesús, al verte transfigurado en lo alto de aquel monte, Simón Pedro no pudo menos de manifestar su satisfacción. El escenario le parecía mucho más agradable que el furioso oleaje que a veces tenía que afrontar en el Lago de Galilea.

Pero, sobre todo, le parecía haber llegado finalmente a disfrutar la visión de lo que siempre había esperado. Siempre había soñado con la aparición de un mesías glorioso que llegase a traer la liberación para su pueblo.

La presencia de Moisés y de Elías venía a confirmar lo que él siempre había imaginado. Aquellos dos representantes de la Ley y de los profetas eran las columnas de la fe de las gentes. En lo alto del monte venían a asegurar las mejores esperanzas de los piadosos.

Sin embargo, los evangelistas han hecho bien en situar al pie del monte el lamento de un padre que sufre la enfermedad de su hijo y suplica el don de la curación a tus discípulos que esperan tu descenso.

Señor, tú sabes que con mucha frecuencia nuestra oración se convierte en un reflejo de nuestras expectativas, de nuestros prejuicios, de nuestros intereses. No te contemplamos a ti. Nos contemplamos a nosotros mismos.

Por eso, al igual que Simón Pedro, también nosotros deseamos permanecer en la pacífica soledad del monte de nuestro descanso aparentemente religioso. Pretendemos ignorar el dolor de la humanidad que no ha contemplado tu luz.

Y, sobre todo, no llegamos a entender que desde ese monte tú dirigías ya tu mirada hacia el monte Calvario. Allí habías de completar tu camino, de cumplir tu obediencia al Padre celestial y tu entrega por tus hermanos.

Señor Jesús, tu luz ilumina nuestra tiniebla y nos orienta en el camino. Nos alegra verte glorificado en lo alto de este monte. Pero queremos acoger la invitación celestial a escuchar tu palabra para poder verte clavado en una cruz para nuestra salvación. Bendito seas por siempre. Amén


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