La cola y el prójimo

Revista EcclesiaAsier Solana Bermejo

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El lunes hice una cola de casi dos horas para enviar una carta certificada. Creo que es una de las cosas que vamos a tener que contar en un futuro, cómo un virus nos hizo vivir escenas que creíamos sacadas de la Posguerra o de las repúblicas soviéticas en los años 80. Eso sí, mucho más suaves porque en realidad no tenemos escasez y podemos llenar la nevera sin problema. A lo sumo, una pequeña incomodidad. La verdad, no me sorprendió tener que esperar sabiendo que en Correos están trabajando con apenas un cuarto de capacidad, y sólo para servicios esenciales que, además de envíos, incluyen otras cosas tan imprescindibles como la señora que iba a pagar la factura de Internet.

A nadie le gusta plantarse con un paraguas en la calle, de pie sobre una acera de las que no caben dos personas en paralelo, y ver cómo de repente aparece una señora en la puerta informándose por si va a poder hacer una gestión tal o cual, porque lo mismo no le compensa hacer la cola si no va a poder. El caso es que, algunos en la fila pretendían incluso exigirle a esa señora que se esperase dos horas para preguntar si podía pagar la factura.

O como un señor de cierta edad, de los que todos sabemos que tienen preferencia para entrar a los sitios, a quien le había dado un mareo por esperar de pie. Dos jóvenes le traían en brazos y, por supuesto, le llevaron al interior de la oficina donde se podía sentar y recuperarse. Pues nada, también hubo a quien le molestó aquello. Que llamaran una ambulancia y se lo llevaran, que qué era eso de dejarle colarse. El señor entró, se sentó, hizo su gestión, continuó sentado un rato más en la oficina hasta que se sintió con fuerzas para salir. De todo el rato que estuvimos esperando, aquella incomodidad no supuso más de cinco minutos. Por supuesto, el personal de la oficina amabilísimo con el señor: "Quédese usted todo el tiempo que necesite hasta que se encuentre bien".

Todo aquello me pareció, un poco, como lo del samaritano. Quizá porque los dos jóvenes que ayudaron tenían marcados rasgos de ser inmigrantes o hijos de inmigrantes mientras que, quienes increparon en nombre de la ley, aparentaban ser respetables ciudadanas de siempre. O quizá porque simplemente unos se preocuparon y otros, no, de ver qué pasaba a su alrededor.

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