Religión

José Luis Restán

Director Editorial COPE

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El drama de Küng

Quizás la historia de este teólogo suizo refleja como pocas el drama de un impulso renovador

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Mucho se ha escrito estos días sobre el teólogo Hans Küng, que ha fallecido a los 93 años. El cardenal Walter Kasper, que lo conocía de cerca, pudo transmitirle la bendición del Papa Francisco y ha dicho que ha muerto sintiéndose en paz con la Iglesia. También Benedicto XVI, que fue su compañero y amigo, pero al que después Küng criticó con aspereza, ha rezado por él en este momento final. Todo ello es motivo de satisfacción. Sólo Dios es juez, y sabemos que su justicia es misericordia, y que todos necesitaremos una buena ración cuando nos llegue el momento.

Todo el respeto que merece Küng no debe hacer olvidar algo muy sencillo: en un determinado momento de su trayectoria, en 1979, la Iglesia, la Santa Madre Iglesia Jerárquica, como decía San Ignacio de Loyola y le gusta repetir al Papa Francisco, le retiró la licencia para enseñar en su nombre. No por capricho ni por arbitrariedad, sino porque se colocó, libre y conscientemente, fuera de la doctrina de la Iglesia en cuestiones esenciales. No fue solo, ni principalmente, por sus reservas frente a la formulación de la infalibilidad del Papa, sino por su concepción cristológica (de ahí deriva todo lo demás).

El teólogo Olegario González de Cardedal se ha preguntado si en su libro “Ser cristiano”, Küng reconoce en Jesús “algo más que una figura en la línea de los profetas del Antiguo testamento, los filósofos griegos o los místicos orientales”. Y añade que “la Iglesia surge como tal al confesar a Cristo como Hijo de Dios encarnado”. Por ese motivo han entregado su vida los mártires a lo largo de la historia. Quizás la historia de este teólogo suizo refleja como pocas el drama de un impulso renovador que en no pocos casos se convirtió en germen de confusión, como reconocía entre lágrimas Pablo VI.

Küng expresó sus posiciones libremente, estaba en su derecho. Y la Iglesia estaba en la obligación de defender la fe que está en su centro, la fe del pueblo de Dios sencillo, frente a cualquier confusión. Nadie puede juzgar las intenciones de Küng, y tampoco se trata de discutir su brillantez ni sus méritos en grandes debates como el de la necesidad de una ética mundial. Se ha dicho con frecuencia estos días que sus ataques a la Iglesia nacían de su deseo de renovarla y estimularla, incluso de su amor por ella. Las formas de expresar el amor pueden ser muy variadas, y desde luego incluyen la defensa de las propias razones y la crítica de las incoherencias de la Iglesia, pero media una gran distancia entre la forma en que hicieron esto cristianos como Newman o De Lubac, y sus feroces ataques contra Juan Pablo II en las principales cabeceras de la prensa mundial.

Es cierto también que la ruptura total nunca se produjo, y ahí se inscribe su entrevista con Benedicto XVI, nada más ser elegido, a invitación del propio Papa. Y en todo caso es hermoso que Küng haya querido morir en paz con la Iglesia y recibir la bendición de Francisco, que sigue proclamando la misma fe que sus predecesores.

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