Religión

José Luis Restán

Director Editorial COPE

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Aquella sorpresa inmensa que rompió todos los esquemas

"Juan Pablo II fue un chorro de aire fresco, un impulso alegre, trenzado de razón y de emoción, que ahora cuesta imaginar e incluso comunicar".

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El calendario nos invita a hacer memoria del impacto que supuso, hace exactamente 40 años, la elección del primer Papa polaco de la historia. Karol Wojtyla, un cardenal desconocido para los grandes medios, llegaba del otro lado del Telón de Acero portando consigo la fe martirial de los cristianos del Este de Europa y rompiendo los esquemas a casi todos. Tanto que alguno ha recordado que el diario El País le recibió como un cardenal abierto y moderado, dispuesto a dialogar con el régimen comunista. Y conste que entonces se acercó bastante más a la verdad, de lo que haría en los años sucesivos, marcados por una incomprensión verdaderamente sectaria.

El caso es que la sorpresa fue inmensa para todos. Un hombre que había sido obrero, poeta, miembro de la resistencia al nazismo, capellán universitario, que encarnaba la historia de una Iglesia valiente y comprometida con la libertad de su pueblo, llegaba a la Sede de Pedro provocando, en unos, desconcierto, y en otros, una incontenible esperanza. En el episcopado mundial, y menos aún entre los cardenales, Karol Wojtyla ya no era un desconocido a pesar de su relativa juventud. Sus intervenciones decisivas en los debates del Vaticano II, especialmente en torno a la constitución Gaudium et Spes, su valentía al defender la libertad de los católicos como arzobispo de Cracovia, y su obra “Amor y responsabilidad”, fruto de su intensa experiencia con los jóvenes, le hacían ya merecedor de una especial atención. Sin embargo era inimaginable en aquel momento de la Guerra Fría, que rompiendo una tradición de muchos siglos y desafiando a los delicados equilibrios de poder en el mundo, un eslavo fuese llamado a la Sede de Pedro.

Era un momento algo depresivo en occidente; los ecos de Mayo del 68, políticamente derrotado pero culturalmente en fermento, todavía estaban vivos; y el bloque comunista había demostrado en Praga hasta dónde podía llegar para aplastar cualquier conato de disidencia. Por su parte la Iglesia, en los países europeos de vieja tradición cristiana, se veía desgarrada por tensiones que provocaron grandísimo dolor a Pablo VI y que se tradujeron en una retirada de la plaza y una pérdida de relevancia cultura. La inmensa energía renovadora del Concilio corría el riesgo de desperdiciarse en interminables y cansinas disputas.

Por todo ello, para la gente de mi generación que entonces estaba estrenando la veintena, aquella elección fue un chorro de aire fresco, un impulso alegre, trenzado de razón y de emoción, que ahora cuesta imaginar e incluso comunicar. Aquel hombre lleno de fe y de razón, pleno de energía, nos invitaba a no tener miedo, proclamaba que Cristo es el centro del cosmos y de la historia, nos convocaba de nuevo como comunidad en la plaza pública y nos proponía dejar de mirarnos al ombligo y emprender la aventura de una nueva evangelización. Como dijo en su beatificación Benedicto XVI, Juan Pablo II invirtió una tendencia que parecía irreversible: la de la irrelevancia de la fe, la de su reducción a mera ética o a piedad separada de los intereses de la vida.

Al recordar aquellos primeros gestos y palabras del Papa Wojtyla veo una sintonía profunda, aunque sea interpretada con otra música, con lo que ahora repite Francisco: la urgencia de vivir una Iglesia en salida que ponga su confianza sólo en Cristo y que vaya al encuentro de hombres y mujeres que buscan a tientas una respuesta para sus vidas; la santidad como columna de toda reforma y el deseo de que los cristianos contribuyamos a construir la paz basada en la justicia para la única familia humana.

La verdad es que el Espíritu Santo nos lleva de sorpresa en sorpresa, y afortunadamente suele descabalar nuestros estrechos cálculos. Contemplar la historia de la Iglesia nos aporta siempre sabiduría, nos hace humildes y agradecidos, nos ayuda a relativizar los problemas del presente y nos lleva a reconocer que el Señor nos da en cada momento lo que más necesitamos para caminar.

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