Dones al servicio de los demás. In memoriam cardenal Amigo

Un recuerdo al recientemente fallecido cardenal Carlos Amigo, "servidor que con su estar, escuchar y acoger» se ponía al servicio de los demás

Jesús de las Heras, periodista Dean de la catedral de Sigüenza

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«Todo es gracia», afirmó reiteradamente y de distintos modos san Pablo de Tarso. Todo es gracia, don gratuito de Dios por nosotros. Y los dones que recibimos las personas son gracia de Dios no para nosotros mismos, sino para los demás. San Francisco de Asís dejó escrita esta máxima: «Recuerda que cuando abandones esta tierra, no podrás llevarte nada, sino lo que has dado». Y Rabindranath Tagore, aunque no cristiano, sí un grande, grandísimo creyente y hombre de bien, de paz, de fe y de amor, dejó esta lapidaria frase, que tantas veces me ha interpelado: «La vida es un don que solo merecemos dándola».

Estas frases, estas ideas y pensamientos, llevan rodando en mi corazón y en mi cabeza desde que supe de la muerte del cardenal Carlos Amigo Vallejo. Y, claro, me pregunté que cuáles habían sido sus gracias, sus dones y carismas y, en consecuencia, el empleo y el servicio que a y para los demás había hecho durante su larga y fecunda vida, de ella casi medio siglo como obispo.

Pronto encontré la respuesta, una triple respuesta. El primer don de don Carlos, de fray Carlos, del señor cardenal Amigo, era su misma presencia física y humana, que lo llenaba todo. El don recibido de su notable presencia, de su porte y corpulencia, él, con la ayuda de gracia, que lo es y lo hace todo, supo convertirlo en presencia elegante, señorial, distinguida y, a la par, amable, cercana, entrañable, bondadosa y amigable (haciendo así hasta honor a su apellido…). Su presencia era, a la vez, la de un fraile del pueblo, la de un caballero de porte renacentista y la de un cardenal servidor, que sabía que con su estar, escuchar y acoger ya estaba poniendo al servicio de los demás el don de su figura y de su compostura. Y quizás, por ello, hasta el final de sus días siempre supo estar y prodigarse en hacerse presente entre los demás.

Creo que su segundo don fue el de la palabra. El de la palabra hablada y sonora y el de la palabra escrita, meditada y susurrada. Su voz cálida y potente y su palabra cristalina y brillante también lo llenaban todo. Enmudecían auditorios, templos y catedrales.

Y, sobre todo, corazones. La raza de predicador, de misionero popular, que lleva todo franciscano por identidad y por carisma se fundía con su palabra de pastor, siempre actualizada, siempre sugerente, siempre hermosa e interpeladora. Y el tercero de sus dones —sin duda que se podría hablar de muchos más— era su frescura, su clásica modernidad, su condición incombustible y novedosa, que sabía hacer, decir y brotar siempre algo nuevo (cfr. Ap 21, 5). Y, al escribir y transmitir ahora esta percepción mía, me viene inmediatamente a la mente que esta fue y es precisamente una de las características, a mi juicio, más sobresaliente de su y de nuestro san Francisco de Asís: su frescura, su aroma y perfume permanente de Evangelio puro y duro, de Evangelio sin glosa, de Evangelio que nunca se pasa de moda y que siempre se conserva, se mantiene y se actualiza vivo, fresco y eficaz.

«Todo es gracia», «recuerda que cuando abandones esta tierra, no podrás llevarte nada, sino lo que has dado», «la vida es un don que solo merecemos dándola». Y la gracia, las gracias, los dones y los carismas que fray Carlos, don Carlos, el señor cardenal Amigo, recibió, que fueron muchos, creo que los entregó y los puso al servicio de los demás. Al servicio de la Iglesia y de su misión evangelizadora. Al servicio de la humanidad con la que le correspondió vivir y comunicarse.


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