La palabra del silencio

La palabra del silencio
Publicado el - Actualizado
3 min lectura
Mons. Agustí Cortés A las puertas de la Cuaresma hacemos un elogio del silencio. Aunque no deberíamos necesitar la Cuaresma para caer en la cuenta de los valores i la necesidad que todos tenemos del silencio.
Naturalmente, no nos referimos a los silencios negativos, esos silencios forzados, como los que sufren disidentes en grupos ideológicos cerrados o pobres que no tienen voz, o minorías en una opinión pública monocolor. Ni a los silencios enfermizos, de quienes no pueden o no quieren la comunicación franca?
Nos referimos a esos silencios, de los que necesitamos disfrutar urgentemente; esos ratos que, si queremos, podemos reservar diaria o semanalmente. Existe una necesidad humana de silencio "para recuperarnos" del asedio de un exceso de palabras y para afrontar la vida presente o futura consciente, libre y responsablemente.
Estos ratos deberán ser de silencio externo e interno, es decir, de ausencia de ruidos de fuera y de dentro de uno mismo (los ruidos interiores son los más ensordecedores, los más graves). Pero no deberán ser tiempos vacíos. Algunos los recomiendan como método de mera relajación. No está mal. Pero solo eso sería como alguien que pudiera disponer de cien euros y únicamente gastara cinco. Al contrario, el silencio es la gran oportunidad para vivir experiencias de plenitud.
Todavía recordamos la impresionante película ? documental "El gran silencio" del director alemán Philip Gröning, rodado en la Gran Cartuja de Grenoble. Este extraordinario documental expresaba, solo con imágenes y sonido, el canto de los monjes, sin palabras ni discursos explicativos, lo que me respondió un joven que había hecho una larga experiencia en una cartuja. Le pregunté qué era lo que más le había impresionado: me contestó "cómo en el silencio, el detalle, el gesto, el objeto, todo lo más pequeño e insignificante adquiere importancia, todo revela su belleza y habla con su voz."
En efecto, el silencio hace posible que la realidad de fuera entre en nosotros; y que nuestra realidad personal auténtica salga. Eso solo ocurre cuando el silencio nos capacita para escuchar y para hablar. Primero para escuchar. Sería como la mano abierta de quien está dispuesto a recibir: al principio puede parecer solo vacía, frustrante, pero en realidad es la posibilidad única de ser llenada o estrechada por otra mano.
El silencio sirve ante todo para escuchar o recibirse a sí mismo: captar los latidos del propio corazón, esos movimientos interiores que, por ser personales, nos identifican, aunque tantas veces quedan ahogados u olvidados. El silencio es además indispensable para escuchar y recibir a otro, su palabra o su persona. Y, sin duda, es indispensable para escuchar y recibir al Otro, con mayúsculas.
El silencio sirve para que nuestra comunicación sea auténtica, que lo que sale de nosotros responda a lo que realmente somos, sentimos o pensamos. Evitamos así decir tonterías, expresiones o palabras que imitan a otros o que buscan solo alagar, seducir, aparentar; en definitiva, evitamos tantas palabras vacías, esas que nada dicen y nada comunican del que habla.
No nos extraña que los monjes y las personas cristianas acrisoladas en el silencio son hermanos de pocas palabras, pero las que pronuncian están llenas de vida. Da gusto hablar con ellos.
Jesús, dicen los evangelios, se retiraba, él solo, a orar toda la noche (Lc 6,12). La Palabra salió del corazón de Dios, en medio del silencio se hizo carne y en el silencio de la autenticidad y la transparencia volvía a Dios.
? Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat





