El leproso agradecido

El leproso agradecido

Agencia SIC

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El evangelio de este domingo narra la curación de diez leprosos en el camino entre Samaría y Galilea. La curación de leprosos era uno de los signos de la presencia del Mesías, junto con otras curaciones milagrosas de ciegos, sordos y paralíticos. Jesús había manifestado este poder que dejaba asombrada a la gente y se preguntaba si no sería el Mesías.

En el evangelio de hoy, después de sanar a los diez leprosos, uno de ellos, al reconocer que estaba curado, retorna a Jesús y, arrojándose a los pies, le agradece el milagro. El evangelista nos ofrece un dato de interés para entender el mensaje del evangelio: dice que este leproso sanado era un samaritano. Cuando Jesús se dirige a él, le hace esta observación: "¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿no ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?". Es sabido que los samaritanos eran considerados por los judíos como extranjeros, además de enemigos. Jesús se asombra de que, habiendo curado a los diez, sólo uno de ellos, un samaritano extranjero, vuelva a darle gracias. Aunque no lo diga, parece suponer que el resto de los leprosos eran judíos. Con esta observación, Jesús insiste en un aspecto de su enseñanza, que hemos comentado en otras ocasiones: dirigiéndose a sus hermanos de raza, Jesús les advierte de que vendrán de pueblos extranjeros, paganos, que les precederán en el Reino de Dios porque han sabido reconocer al Mesías y acogerlo como Salvador. En este pasaje evangélico, la fe del samaritano curado se ha hecho explícita en la acción de gracias. Por eso Jesús le dice que le ha salvado su fe.

En el evangelio de hoy, la oración se expresa en sus dos formas tradicionales: la petición y la acción de gracias. Los leprosos, al encontrarse con Jesús, le suplican: "Maestro, ten compasión de nosotros". Exponen su necesidad y piden compasión. Pero, una vez obtenida, sólo uno se postra ante Jesús para darle gracias. Este comportamiento es muy frecuente entre los creyentes: apremiados por la necesidad, acudimos a Dios para pedirle gracias y favores. Entendemos fácilmente la exhortación de Jesús: "Pedid y se os dará". Pero no siempre retornamos a Dios para darle gracias. Olvidamos cuál es el origen y la fuente de todos los bienes: El Dios bueno. Para agradecer, además, no necesitamos que el Señor nos conceda un milagro o una gracia extraordinaria. Nunca nos faltan motivos para dar gracias a Dios si vemos la vida con ojos de fe. El hecho mismo de vivir, la familia, el trabajo, la amistad y la salud, ¿no son ocasiones para la acción de gracias? Por otra parte, la fe en Cristo, que celebramos en los sacramentos, la esperanza de alcanzar un día la vida eterna prometida, la caridad que nos une a los hombres con el mismo amor que Dios nos tiene, ¿no son estímulos para la gratitud? No hay que olvidar además que el Señor ha realizado en cada uno de nosotros el milagro más grande que pudiéramos imaginar: nos ha hecho hijos suyos, herederos del reino de los cielos. Así como Naamán el sirio fue curado de la lepra por lavarse siete veces en el río Jordán, como le había mandado Eliseo, nosotros fuimos lavados del pecado en la fuente bautismal, regenerados a una vida nueva, y constituidos hijos de Dios por pura gracia. ¿Nos parece poco milagro? ¿Damos gracias a Dios cada día por este don inmerecido que nos permite llamar a Dios Padre y esperar de su bondad todas las gracias?

Jesús no sólo nos ha enseñado la oración de petición, sino también la de acción de gracias, que él mismo practicó en numerosas ocasiones, especialmente cuando dio gracias al Padre por haber revelado a los humildes y sencillos los secretos del Reino.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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