No endurezcamos el corazón ante migrantes y refugiados: abrámoslo a ellos, nuestros hermanos venidos de lejos

No endurezcamos el corazón ante migrantes y refugiados: abrámoslo a ellos, nuestros hermanos venidos de lejos

Agencia SIC

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Un año más con este domingo, de migrantes y refugiados, la Iglesia nos recuerda este deber que nunca podemos olvidar ni omitir y que siempre nos interpela. Nos interpelan de nuevo este año y, si cabe todavía más aún, ante la emergencia de la pandemia del Covid-19: migrantes, refugiados, perseguidos, hermanos nuestros que miran a nuestros países de Europa como la solución a sus inmensos problemas de hambre, de carencia de lo mínimo necesario y de las necesidades higiénicas y atenciones médicas y sanitarias en sus respectivos países, para vivir con sus familias con cierta decencia y dignidad en los países de origen, incluso de falta de libertad a la que se ven sometidos en sus tierras que tienen que abandonar, e incluso de terribles persecuciones a causa de su fe. Las escenas que nos llegan, las situaciones que vemos o que adivinamos son tremendas, terribles, y golpean nuestras conciencias. Se trata de una situación dramática que nos hace pensar y nos impide cruzarnos de brazos, si queremos acoger al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo: el pecado del egoísmo, de la exclusión, del cerrarnos en nuestra propia carne. Ante este fenómeno tan generalizado y masivo de las migraciones, con motivaciones tan diversas y complejas, de proporciones tan gigantescas, de dramaticidad tan intensa y de urgencia tan grave, moviéndose tantos cientos y cientos de miles, en gran parte personas muy pobres y necesitadas de todo, que, con frecuencia, lo arriesgan todo a la desesperada, de un lugar a otro buscando casa, pan, libertad, condiciones más dignas y seguras para sí y para la familia, las palabras del Señor cobran una fuerza todavía mayor y llaman a la conciencia de la Iglesia, a la conciencia de cada uno y a la de la sociedad en su conjunto. Siempre hubo migraciones. Son un motor de la historia. Aunque ahora los movimientos migratorios de estos tiempos, que tanto alarman a Occidente, sobre todo Europa, hasta el punto de no saber bien qué hacer ?todo menos cerrarse en la propia carne, o en los propios intereses?, tienen unas características nuevas y presentan una problemática muy propia, variopinta y compleja, cargada de honda dramaticidad y de profundas repercusiones. Ante esta realidad el Papa Francisco nos ha dicho en otros años con motivo de esta Jornada que hay que "Acoger, proteger, promover e integrar a los emigrantes y refugiados". Cuatro palabras, cuatro verbos que expresan o expresarán que estamos con el Señor, que hemos visto al Señor y lo acogemos, estamos con Él. Y así podremos decirles a todos, "Venid y veréis, hemos encontrado al Salvador".

Lo primero que esta realidad reclama de nosotros y reclama particularmente de la Iglesia es el sentirnos al lado de los migrantes y refugiados, como si del Señor mismo se tratara, ya que con ellos se identifica y cuya amargura Él también tuvo que soportar en los primeros años de su vida terrena, y que ahora soporta en ellos mismos: algo, y mucho, todo, hay que hacer por ellos. Aceptarlos y acogerlos, integrarlos, protegerlos y promoverlos cordial y eficazmente para que se sientan reconocidos en toda su dignidad de hermanos, sentirnos solidarios de veras con los que sufren en su carne los efectos de la marginación y de la pobreza, a la que, con frecuencia y por desgracia, se ven impelidos tantos y tantos migrantes que vienen de otros países buscando otras condiciones de vida, simplemente vivir. Ofrecerles hospitalidad, ser hospitalarios de verdad, sin exclusiones o posturas discriminatorias. Nosotros los cristianos, llamados a vivir de toda palabra que sale de la boca de Dios y escuchar al Hijo amado, el predilecto del Padre, Jesús, no podemos dejar de escuchar, acoger y cumplir aquellas palabras que recoge la Sagrada Escritura: "Si un emigrante se instala en vuestra tierra no le molestaréis: será para vosotros como un nativo más y lo amarás como a ti mismo, pues también vosotros fuisteis emigrantes en Egipto" (Lev l9,33). Es un mandato de Dios el proceder de este modo con los inmigrantes. Un mandato que nos lleva a nuestra actuación personal y a reclamar y posibilitar que así sean tratados por la sociedad a través de las leyes pertinentes, no podemos ser pusilánimes, ni acobardarnos, tampoco perder la cabeza y dejarnos llevar solo por sentimientos, toda prudencia es poca, pero toda libertad y confianza en Dios, que nos grita a través del clamor desesperado de sus hijos más pobres y desgraciados, la necesitamos, sin olvidar que la caridad no tiene límites, ni el amor se dé con números y medidas. Hay que arriesgar y confiar: Dios nos pide que nos arriesguemos y Él nos inspira y fortalece la confianza. Traigo, por ello a mi memoria, aquellas palabras de la Escritura que dicen: "Decid a los cobardes de corazón, ?sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará'", "Él está cerca de los que le invocan". "No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso al favoritismo? ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?". Y favoritismo sería: primero los nuestros, después lo que podamos. Dios no admite acepciones; ha elegido a los pobres del mundo: es claro y determinante. ¿A qué esperamos? ¿Nos falta confianza ante la promesa de Dios a los que le aman, y no hay otra manera de amarle que, amando, dando, sirviendo a los pobres que sufren, sobre cuyo amor nos juzgará al final de nuestros días? Que siempre, y particularmente los migrantes y refugiados, estén en nosotros y con nosotros, en nuestra oración, solidaridad y caridad, que brota de la Eucaristía, a ella conduce y ella lo reclama y exige.

Antonio Cañizares Llovera

Cardenal Arzobispo de Valencia

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