Dentro del corazón de Cristo

Dentro del corazón de Cristo
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Cada uno de nosotros, cada hombre y mujer, ha sido deseado y conservado en la vida por un Amor eterno e incondicional, el de Cristo Creador y Redentor. Por ello, en el domingo final del Año Litúrgico, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, hay que destacar muy mucho que no somos los seres humanos la consecuencia del azar o la necesidad, sino que hemos llegado a la vida por una sabiduría llena de Amor de Dios, que en su Hijo Jesucristo nos ha elegido antes de la fundación del mundo.
Queridos hermanos: el golpe de la lanza con el que el soldado romano abrió el costado de Cristo en la cruz en el momento de morir nos permite mirar dentro "del corazón de Dios", y encontrar la respuesta a tantas de nuestras preguntas como nos hacemos, en ocasiones angustiadas. Estamos en manos de Dios, no somos como hojas secas de otoño que la fuerza de la naturaleza puede barrer de un lado para otro. Hemos sido confiados a un Amor eterno que ha deseado que existiéramos, para hacernos partícipes de su misma vida. La realidad última, nuestra meta, no es algo impersonal. No: nuestra meta última es Dios, que es amor, esto es, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y en la medida en que nos damos al Señor, Él se trasvasa y se derrama en nosotros a la medida del Amor de Dios en Cristo.
El Evangelio de este domingo, en efecto, nos coloca a nosotros en el monte Calvario, frente a Cristo; Jesús está ya crucificado y en trance de muerte; se burlan de Él los magistrados y los soldados romanos; también lo hace uno de los crucificados. Pero no el otro, que pide estar con Cristo en el paraíso del Reino eterno. Miremos, pues, "al que traspasaron" con su corazón entregado por nosotros y nuestros pecados. ¡Cómo no agradecer ese amor del Corazón de Cristo por mi persona! Es todo un reconocimiento de lo que Él es, porque así confesamos que Jesús es el Salvador de todos y de todo, "Redentor del mundo, Rey de Reyes y Señor de los Señores".
Hemos de estar agradecidos a Dios porque nos permite hacer lo que hacemos, en tantas ocasiones cosas admirables y grandiosa; pero hemos de agradecerle, sobre todo, por lo que somos ante sus ojos: puro don, símbolo real de un amor invisible. No busquemos en otro lugar el sentido de nuestra existencia: Cristo la da plenamente sentido. El Señor, sin duda, tiene en cuenta el don que cada uno de nosotros puede hacer a Cristo y por Cristo, desde la vocación que cada uno tiene. Eso nos da paz y alegría.
Pero, queridos hermanos: me atrevo a pediros más: no antepongáis nada a Cristo, como exclamaba san Benito, porque Cristo no ha antepuesto nada al amor que tiene por vosotros; renunció en su vida mortal incluso a que se reconociera su igualdad a Dios, como Unigénito del Padre. San Pablo en Flp 2,5-7 dice: "Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres." Son muchas, por nuestra parte, las cosas, las situaciones, las circunstancias que anteponemos a Cristo, a su amor. No luchamos mucho ahora los cristianos; no aprendemos de los cristianos perseguidos, que no niegan su condición de cristianos ante los que les persiguen, incluso aunque se pongan en peligro de muerte. Adorad a este Hijo, Rey del Universo que nos ha ganado por su amor para el Padre de los cielos. "Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza" (Ap. 5, 12).
He aquí el núcleo de esta solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, que cierra el Año Litúrgico. No necesita Cristo de nosotros. Somos nosotros los que perdemos, si no acudimos a Él, como centro del universo.
+ Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo. Primado de España