Carta del obispo de Segovia: «La fe que salva»

César Franco lamenta en su escrito de esta semana que nos hemos acostumbrado tanto a la salvación recibida gratuitamente que «nos parece que vale poco»

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Hay milagros de Jesús que dicen mucho más de lo que sugiere una primera lectura. Hoy leemos el Evangelio de san Lucas sobre la curación de los diez leprosos. Yendo de camino entre Samaría y Galilea, antes de entrar en una aldea, diez leprosos, guardando la distancia exigida por la ley, suplican con gritos a Jesús para que los cure. Jesús no se acerca a ellos, como en otra ocasión, sino que les ordena que vayan a los sacerdotes, que tenían la autoridad para confirmar la curación. Ellos obedecen y, cuando iban de camino, sucedió el milagro: estaban limpios. Al darse cuenta, uno de ellos se vuelve hacia Jesús alabando a Dios, se postra a sus pies rostro en tierra y le da gracias. san Lucas añade: «este era un samaritano».

Este pequeño añadido sobre la condición samaritana del leproso curado tiene una clara intención. Sugiere claramente que los otros eran judíos y ninguno de ellos volvió a dar gracias. San Lucas es el evangelista del universalismo de la salvación, como lo muestra la segunda parte de su obra que es el libro de los Hechos de los Apóstoles. Si se sigue el hilo del relato, la salvación que acontece en Pentecostés con la venida del Espíritu Santo, se extiende, mediante los viajes de Pablo por la cuenca del Mediterráneo hasta llegar a Roma, centro del imperio. Que el leproso, que retorna sobre sus pasos y se postra ante Jesús, le agradezca el milagro, subraya que también los paganos —Samaría era ciudad de paganos— acogen y agradecen la compasión de Jesús. Como en la parábola del buen samaritano, este leproso adora a Jesús, como indica el verbo griego utilizado por san Lucas.

Pero hay algo más que hace de este samaritano un modelo de creyente. Cuando Jesús lo alaba por haberse postrado para dar gracias, dice estas palabras: «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero? Y le dijo: levántate, vete; tu fe te ha salvado» (Lc 17,18-19). Lucas distingue entre curación y salvación. Jesús cura a los diez, pero solo del samaritano dice que se ha salvado por la fe. Le extraña que, habiendo sido curados todos, solo uno —extranjero y samaritano— alabe a Dios y retorne a Jesús para darle gracias. Sin decirlo explícitamente, está describiendo el proceso de la fe, que se ha realizado en el samaritano. En él, el milagro ha sido eficaz, no solo porque se ha curado, sino porque ha reconocido en Jesús a quien le ha dado tal gracia. Al alabar a un extranjero samaritano, está censurando la actitud de los judíos que, teniendo fe en el verdadero Dios, no le agradecen sus dones. Muchos vieron los milagros de Jesús y fueron beneficiados por él, pero no todos creyeron en él, porque no se abrieron a la gratitud que provoca la acogida del milagro. El samaritano, que no creía en Jesús antes de ser curado, se salva por la fe que provoca en él la curación y entiende que tal gesto sólo puede venir del Salvador del hombre.

Durante su ministerio, Jesús advierte en muchas ocasiones a los judíos que vendrán los paganos y se sentarán en la mesa del Reino de los cielos, mientras que ellos pueden perderlo. Leyendo este Evangelio desde la perspectiva actual, es una advertencia para los que, habiendo sido sanados por Cristo del pecado —que es más que la enfermedad de la lepra— no agradecemos el don que nos ha hecho, lo cual indica la debilidad o carencia de nuestra fe. Nos hemos acostumbrado tanto a la salvación recibida de modo tan gratuito, que nos parece que vale poco; quizás por eso, nuestra gratitud es tan raquítica. ¿No bastaría solo este dato —¡Cristo me ha redimido! —para vivir en una constante y gozosa acción de gracias? ¿No nos sorprendemos cuando un recién convertido a la fe nos da lecciones de entrega a Dios, de alabanza y de gratitud?



+ César Franco

Obispo de Segovia


Religión