Carta del obispo de Astorga: «No hay gloria sin cruz»

Jesús Fernández nos recuerda que el camino de Jesús hacia su muerte no fue fácil ni cómodo, sino lleno de dificultades y heridas, cargado con una pesada cruz

Jesús Fernández González

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Los peregrinos hacia la tumba que custodia la memoria y los restos del Apóstol Santiago han podido ver en muchas tiendas de la ciudad unas camisetas con el dibujo de la planta de un pie y dos tiritas en forma de cruz tapando una supuesta herida. Junto a la imagen, una leyenda: “No hay gloria sin cruz”. Con acierto, reflejan una verdad del Camino: no se llega a la meta sin dolor y sin heridas. A decir verdad, esto se puede afirmar también del camino de la vida.

Durante todo el tiempo de Cuaresma, de forma machacona nos ha llegado el eco de la voz de Jesucristo: “Quien quiera ser mi discípulo que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”. Efectivamente, nuestro Maestro no murió plácidamente en una cama, sino en la ciudad alta de Jerusalén, en lo más alto de una cruz. El camino hacia ese final no fue fácil ni cómodo, sino lleno de dificultades y heridas, cargado con una pesada cruz. Situándonos ya en Jerusalén, recordemos algunas de esas heridas capaces de curar las nuestras.

Imaginémonos la tristeza y decepción que experimentó Jesús al ser traicionado por Judas, uno de los suyos. Terminada la Cena, se trasladó con sus discípulos al Huerto de los Olivos con el fin de orar al Padre para que lo reconfortara en la tribulación. Cuando los soldados se acercaron para identificarlo y prenderlo, el beso traidor de Judas, despejó el camino para la tropelía. Esta cruz ilumina al innumerable número de personas que tienen que soportar una astilla de esta cruz tan dolorosa y, por desgracia, tan frecuente. Es la cruz de los que han recibido una promesa, incluso han comprado unos derechos y, sin embargo, se ven traicionados: la traición de la amistad, el incumplimiento de la promesa de fidelidad hecha al contraer matrimonio ante el altar del Señor, o al consagrarse a él…

Jesús tuvo que cargar también con la cruz de una condena injusta en la que se pusieron de acuerdo el poder religioso y político para salvaguardar sus intereses particulares. También esta astilla forma parte de la cruz que tienen que soportar muchas personas inocentes: aquellas que se ven obligadas a migrar porque no se les permite desarrollar su vida en su tierra y con los suyos, las que se ven privadas de oportunidades laborales, aquellas a las que no se les permite nacer, las que se ven presionadas para pedir que alguien que prometió defender la vida acabe con la suya porque no es rentable y causa molestias y gastos excesivos a su familia y a la sociedad…

Ver sufrir a su madre y a las personas más cercanas, separarse de ellas, fue otro de los componentes de aquella pesada cruz que Jesús cargó y transportó sobre sus hombros. Ciertamente, no sólo nos duele el dolor propio, sino el de aquellos a los que amamos más. Contemplamos con estremecimiento el dolor de la madre que sabe de la muerte de su hijo atravesando el Mediterráneo, o luchando en la guerra de Ucrania, o sencillamente le ve morir de desnutrición entre sus brazos. Nos paramos también ante el dolor del hijo que, incluso a una edad temprana, ve cómo su padre acaba con la vida de su madre y ante tantas y tantas despedidas dolorosas.

Y, en fin, la cruz de Jesucristo llevaba también la forma de la tentación de creer que el Padre le había abandonado. Jesús la venció, pero hay muchos que llegan a desesperar pensando que su providencia no es verdadera. Por la cruz del Señor, por tantas cruces que cargamos injustamente sobre los hombros de los hermanos, te pedimos perdón, Señor. Al mismo tiempo, te suplicamos nos des fuerzas para vencer las tentaciones de la traición, la condena injusta, la división, la desesperanza. Y, por supuesto que, siguiéndote de cerca, pasemos por la cruz a la luz. Amén.

+ Jesús Fernández González

Obispo de Astorga


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