El cardenal George Pell ha contado su experiencia en la revista norteamericana First Things. En su artículo cuenta que le impresionó “la profesionalidad de los guardianes, la fe de los prisioneros y la existencia de un sentido moral incluso en los lugares más oscuros". No llegó a ver a los otros 11 presos de su pabellón, aunque los escuchaba.

Estuvo aislado como medida de protección ante posibles ataques, pero sólo una vez sufrió una amenaza directa cuando, a través de un tabique con un espacio abierto, un preso le escupió e insultó. A veces los presos debatían desde sus celdas a favor o en contra de la inocencia del cardenal. Algunos le insultaban con grosería, pero otros estaban a su favor. Sin embargo la mayoría de los guardianes reconocían su inocencia.

La ferocidad de los presos contra los violadores de niños hace reflexionar a Pell sobre los impulsos morales del hombre, y explica que ese rechazo expresa la creencia en la existencia del bien y del mal, que a veces aflora en las cárceles por vías sorprendentes. Durante todo ese tiempo Pell sólo pudo ir a misa en 5 ocasiones, y no pudo hacerlo en Navidad ni Pascua. Le llevaban la comunión cada semana y rezaba cada día con el breviario. Cuenta que algunas mañanas escuchaba la oración matinal salmodiada de los presos musulmanes.

Explica que cuando perdió su apelación en el Tribunal Supremo de Victoria, se desanimó y pensó en dejar de apelar para no contribuir a una farsa, pero el jefe de la prisión de Melbourne le insistió en que perseverara y apelara al Tribunal Supremo, que finalmente decidió su inocencia por unanimidad.

Afirma que le sostuvo entender que su sufrimiento no sería inútil si se unía a los de Cristo Nuestro Señor. Durante muchos años había enseñado como teólogo y obispo sobre el sufrimiento del Hijo de Dios en sus pruebas en esta tierra, y ahora eso mismo le consolaba. Así, confiesa, “pude orar por amigos y enemigos, por los que me apoyaban, por mi familia, por las víctimas de abusos sexuales y por mis compañeros presos y guardianes”.