'En contra de la mediocridad'

Pagamos por comer en todas partes. Pero no siempre comemos bien. Y lo más curioso es que muchas veces no lo notamos. O no queremos notarlo. Como si todas las experiencias fueran iguales, como si todo valiera lo mismo. Esa indiferencia es peligrosa, porque es justo ahí donde se instala la mediocridad: cuando nadie la señala, cuando todos la aceptan.

No se trata de distinguir entre alta cocina y barra de barrio. Se trata de algo más profundo: de actitud, de respeto, de intención. Hay bares humildes que cocinan con más verdad que muchos menús brillantes. Y hay restaurantes de mantel largo que han olvidado por qué cocinaron su primer plato. La diferencia está en lo invisible: en un sofrito hecho con cariño, en una ensaladilla fresca, en un camarero que escucha, en una caña bien tirada. También en una vajilla limpia, una sala bien insonorizada o un baño cuidado. No son lujos: son señales de que alguien piensa en quien se sienta a comer.

Pero si los comensales no aprendemos a distinguir, si no premiamos lo bueno y cuestionamos lo flojo, si pagamos sin pensar y aplaudimos sin criterio, entonces todos salimos perdiendo. El talento se desanima. El esfuerzo se iguala por abajo. Y lo que debería emocionar, se convierte en trámite.

La responsabilidad de elevar el nivel no es solo de quienes cocinamos. También es de quienes se sientan a la mesa. Porque el cliente tiene más poder del que cree. Puede elegir, puede exigir, puede marcar la diferencia. Y esa diferencia no siempre está en lo que cuesta un plato, sino en lo que transmite.

Comer bien no es cuestión de lujo. Es cuestión de verdad. De valorar lo honesto, lo cuidado, lo hecho con alma. Y eso, si queremos que no se pierda, tenemos que defenderlo entre todos.