Con esa contundencia le respondía a su vecino de asiento un aficionado al serle recriminado que pitase que el diestro Roca Rey se dispusiese a hacer la suerte suprema a Orgullito, de la ganadería de Garcigrande en el Centenario de la plaza de toros de Albacete y que resultó indultado en el albero albaceteño. La frase, la exclamación, es sintomática de lo que sucede no sólo en el coso de la calle Feria sino en el resto de plazas de toros. El listón de la exigencia, el de valorar y calibrar cada faena se ha perdido y trofeos como la ovación o la vuelta al ruedo han quedado plenamente devaluados. Es más, una oreja es incluso despreciada por algunos matadores cuando no se le otorga el doble trofeo. El nivel de conocimientos y exigencia del público ocasional se ha desplomado y se está sustituyendo a un espectador fiel, que renueva su abono cada año, por una afición causal y casual que acude a la llamada de los triunfos engordados de forma artificial y contados con la política del todo es perfecto en este mundo triunfalista, un paraíso terrenal del optimismo más exacerbado.

¿Hacia dónde se encamina la Fiesta de los toros? Todo apunta hacia un modelo del todo-está-bien y que cualquier crítica, por respetuosa que sea, sea considerada como una afrenta de increíbles dimensiones. Ante los ataques externos que sufre la Tauromaquia, no parece que exhibir como principal argumento un ingente número de trofeos, o de indultos cada dos por tres sea la vía más deseable. La devaluación de nuestra Feria en Albacete sigue su curso y lo peor de todo es que a ver con qué cara justificas que la capital manchega se caracteriza por una plaza seria y rigurosa si cada día, indultos exagerados mediante, te lo ponen más difícil. Quizás los que sobremos seamos los que no seguimos el pensamiento único. Y esto último cada vez es más una certeza que una posibilidad.