Críticas de los estrenos de cine del 10 de enero
Análisis de los estrenos de cine de esta semana: Jerónimo José Martín comenta “Agosto”, “The Grandmaster”, “La ladrona de libros”, “La gran revancha”, “Pensé que iba a haber fiesta”, “Obra 67” y “El último de los injustos”.

Agosto
Madrid - Publicado el - Actualizado
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Después de debutar brillantemente en 2010 con “The Company Men” —una de las mejores películas sobre la actual crisis económica—, el productor televisivo estadounidense John Wells se consolida como director con “Agosto”, candidata a los Globos de Oro 2013 a mejor actriz de comedia o musical (Meryl Streep) y actriz de reparto (Julia Roberts). Se trata de una potente adaptación de la obra teatral “August: Osage County”, escrita por el actor, guionista y dramaturgo sureño Tracy Letts, y galardonada con el Premio Pulitzer en 2008.
La trama gira en torno a los Weston, una familia de Pawhuska, Oklahoma. Con motivo del fallecimiento en extrañas circunstancias del cabeza de familia, Beverly (Sam Shepard), se reúnen las tres hijas en torno a la madre, Violet (Meryl Streep), una mujer hosca, que padece un cáncer de boca y se ha vuelto adicta a las pastillas. La seria y responsable Bárbara (Julia Roberts) llega con su marido Bill (Ewan McGregor) —del que está separada— y la hija adolescente de ambos, la taciturna Jean (Abigail Breslin). Por su parte, la frívola Karen (Juliette Lewis) acude con su último novio, el tosco Steve (Dermot Mulroney). Y la que peor lo pasa es la frágil Ivy (Julianne Nicholson), que sigue soltera a pesar de haber entrado en la cuarentena. A ellos se unen un matrimonio amigo, Charlie (Chris Cooper) y Mattie (Margo Martindale), y el inseguro hijo de ambos, Little Charles (Benedict Cumberbatch). Observado en silencio por la criada cheyenne de los Wenston, Johnna (Misty Upham), este traumático reencuentro familiar sacará a la luz todos los conflictos, traumas, rencores y secretos de estos personajes, a los que une su incapacidad para ser felices.
Sin duda, lo mejor de esta película —coproducida por George Clooney— es la excelente labor de todo el estelar reparto, motivado por el eléctrico duelo interpretativo entre Meryl Streep y Julia Roberts. Las matizadas caracterizaciones de todos ellos y la sobria puesta en escena de Wells suavizan un poco los excesos melodramáticos de la obra de Letts y la dotan de una aparente hondura, que quizás no tenga en sí, pues sus mordaces diálogos y violentas situaciones destilan un ácido cinismo, que aporta pocas ideas valiosas sobre las relaciones familiares y el sentido de la vida. Además, acaba pesando un poco su verborréica artificiosidad teatral, poco oxigenada por las imágenes.
En todo caso, se agradece su tono de examen de conciencia generacional y su cierto afán por redescubrir unos valores éticos esenciales, que asienten más sólidamente las vidas de los hombres y las mujeres actuales. Por esa línea parecen discurrir los sólidos personajes que interpretan Chris Cooper y Misty Upham, así como la evolución del personaje de Julia Roberts. Eso sí, la apertura a la trascendencia de “Agosto” es escasa —por no decir nula—, y resulta alucinante que los Globos de Oro la hayan considerado una comedia. Más bien es un patético dramón de aquí te espero.
Nacido en Foshan, Guangdong, China, el 1 de octubre de 1893, y fallecido en Hong-Kong, el 2 de diciembre de 1972, Yip Kai Man, más conocido por Ip Man, fue un prestigioso maestro (Sifu) de las artes marciales chinas en su estilo Wing Chun, famoso sobre todo por ser el profesor de Bruce Lee en su juventud. Recientemente, el actor y director hongkonés Wilson Yip (“2002”, “Duelo de dragones”), realizó una serie de notables películas sobre su vida: “Ip Man” (2008), “Ip Man 2” (2010), “Ip Man. Nace la leyenda” (2010) e “Ip Man. La pelea final” (2013). Mientras tanto, el prestigioso cineasta Wong Kar-wai (“Chungking Express”, “Fallen Angels”, “Happy Together”, “Deseando amar – In the Mood for Love”, “2046”, “My Blueberry Nights”) —nacido en Shanghai, pero también afincado en Hong Kong— desarrollaba, con su habitual ritmo parsimonioso, otro personalísimo retrato de Ip Man, que por fin se ha estrenado con el título de “The Grandmaster” y con tres montajes diferentes: uno para China y Hong Kong de 124 minutos, otro para Europa de 114 minutos y un tercero para Estados Unidos de 100 minutos. Este último montaje ha sido recientemente preseleccionado para competir por el Oscar a la mejor película en habla no inglesa.
Aunque con órdenes diversos, y escenas suprimidas y añadidas, en los tres montaje se relata sobre todo la madurez de Ip Man (Tony Leung), entre los 40 y los 55 años, marcada sobre todo por su elección como sucesor de Yutian Gong (Qingxiang Wang), el anciano e invencible maestro chino de la Escuela del Sur. Ip Man abandona así su acomodada y pacífica existencia, se aleja de su esposa e hijos, lucha con diversos rivales de las escuelas Xingyi y Baji, y se enfrenta con Er (Zhang Ziyi), la aguerrida hija del maestro Yutian Gong, que le desafía empleando el estilo llamado Bagua. La invasión de China por las tropas japonesas sume a Ip Man y a su familia en la miseria, mientras propicia el ascenso de los maestros más colaboracionistas. En 1948, Ip Man se trasladó finalmente a Hong Kong, donde comenzó a enseñar Wing Chun en un pequeño gimnasio.
A pesar del éxito de taquilla de “The Grandmaster” en China y Hong Kong, y del esfuerzo de Wong Kar-Wai para facilitar su seguimiento por el público occidental, una buena parte de la crítica ha reprochado la caótica estructura narrativa de la película, con constantes idas y venidas en el tiempo, no siempre bien hilvanadas, y sólo explicadas en repetitivos rótulos y narraciones en off. Otros también han criticado su abuso de los ralentizados, el montaje superfragmentado, una resolución fotográfica efectista y una violencia demasiado explícita, sobre todo en la segunda mitad del filme. Y también han sido cuestionadas sus largas disquisiciones filosóficas en torno al código de honor y el férreo sistema de valores de las artes marciales. No les falta razón a ninguno de ellos, pues esos defectos lastran sin duda la película, que parece mucho menos controlada por Wong Kar-wai que el resto de sus filmes.
Sin embargo, desde el primer encuadre, el visionario cineasta ofrece al espectador un festín para sus sentidos, gracias a una constante sucesión de imágenes fascinantes, de arrebatadora belleza, hilvanadas por una hipnótica planificación poético-simbólica, y fuertemente aderezadas con la sensacional banda sonora de su compositor habitual, el japonés Shigeru Umebayashi. En este sentido, brillan con luz propia las impresionantes secuencias de peleas, magistralmente coreografiadas por el mítico especialista Yuen- Woo Ping, que ya mostró sus cualidades en la saga “Matrix”, en “Tigre y Dragón” o en las dos partes de “Kill Bill”. Quizás un experto en el tema le ponga también pegas a su trabajo. Pero, desde luego, el espectador de a pie se queda deslumbrado con tal despliegue de energía física y mental en tan sugestivos escenarios. Eso sí, en todos sus montajes, la película sólo apunta sutilmente la relación profesor-alumno de Ip Man con Bruce Lee, lo que también puede ser un motivo de decepción para algunos. Los menos enterados seguiremos con la boca abierta hasta la mitad de los créditos finales, pues Wong Kar-wai ha insertado ahí una secuencia de regalo en la versión europea de la película.
En 1938, ya con el nazismo en pleno auge, una preadolescente llamada Liesel (Sophie Nélisse) es entregada en adopción por su madre (Heike Makatsch), una comunista enferma y pobre. De este modo, Liesel acaba en Münich, en la casa del modesto matrimonio Hubermann, formado por la hosca Rosa (Emily Watson) y el cariñoso Hans (Geoffrey Rush). Éste enseña a Liesel a leer y a escribir, de modo que la niña se convierte en una lectora compulsiva y en una imaginativa escritora y narradora de cuentos. Su bibliofilia le lleva incluso a robar los libros prohibidos por Hitler, con la complicidad de su simpático amigo Rudy (Nico Liersch), que sueña con correr tan rápido como Jesse Owens. Así, Liesel va comprendiendo la terrible realidad en que vive, sobre todo cuando Hans refugia en el sótano de su casa a Max (Ben Schnetzer), un joven y enfermo judío, perseguido por los nazis, hijo de un viejo camarada que le salvó la vida durante la I Guerra Mundial.
El británico Brian Percival se ha ganado un merecido prestigio como realizador de populares series televisivas, como “Norte y Sur” o “Downton Abbey”. Tras debutar en el cine en 2009 con “A Boy Called Dad”, ahora presenta “La ladrona de libros”, en la que adapta con desapasionada corrección la popular novela del australiano Markus Zusak, un éxito de ventas en todo el mundo, cercano en su planteamiento a “El diario de Ana Frank” y a “El niño con el pijama de rayas”. Percival dirige muy bien al notable reparto, sobre todo a la expresiva niña Sophie Nélisse (“Profesor Lazhar”) y al niño Nico Liersch, que están sensacionales. Y también saca partido a la delicadísima banda sonora del maestro John Williams —nominada a los Globos de Oro y a los BAFTA—, a la esmerada ambientación de Simon Elliott, a la bella fotografía de Florian Ballhaus, al fluido montaje de John Wilson... En este sentido, la película tiene una vigorosa factura, que la hace grata de ver a pesar de la dureza de algunas de los hechos que describe, como la Noche de los Cristales Rotos.
Por otra parte, cabe elogiar la encendida exaltación de la lectura que propone el guion de Michael Petroni, así como la ponderación con que retrata los dramas cotidianos de tantos alemanes durante el nazismo, sus peliagudos dilemas morales, sus terribles miserias, pero también sus apabullantes arranques de bondad y humanidad. Todo ello, narrado además por la misma Muerte, que aporta al relato un sugerente tono de imparcialidad y trascendencia, también religiosa. Y, sin embargo, “La ladrona de libros” no acaba de conmover al espectador hasta la lágrima, como reclama la historia que narra, y sobre todo su doloroso desenlace. Será que la puesta en escena de Percival es más televisiva, convencional y sensiblera de lo que debiera. Será que ya hemos visto demasiadas películas sobre el nazismo y el holocausto, algunas enormemente conmovedoras, como “La lista de Schindler” o “El pianista”. Será que estamos ya endurecidos e insensibilizados ante la capacidad de bondad y de maldad del ser humano. El caso es que “La ladrona de libros” resulta fría y escasa de auténtica emoción. Quizás por ello no está en la carrera de los grandes premios.
Henry “Razor” Sharp (Sylvester Stallone) y Billy “El Niño” McDonnen (Robert De Niro) fueron hace años los dos boxeadores más famosos de Pittsburgh, y su pugna por el título de los semipesados llamó la atención a nivel nacional. En sus buenos tiempos, cada uno de ellos había vencido al otro. Pero, en 1983, en la misma víspera de su tercer combate, Razor anunció repentinamente su retirada, negándose a explicar la razón, pero asestando un golpe de gracia a ambas carreras. Treinta años después, Dante Slate Jr. (Kevin Hart), un modesto promotor de boxeo, ve la oportunidad de ganar mucho dinero, y les hace una oferta que no pueden rechazar: volver a la lona y ajustar las cuentas de una vez por todas. El primer encuentro entre ambos sexagenarios se convierte en una melé involuntariamente hilarante, que se propaga instantáneamente por las redes sociales. Se desencadena así un frenesí mediático, que transforma el enfrentamiento entre encarnizados rivales de barrio en un espectáculo masivo retransmitido por la cadena HBO. Si pueden sobrevivir al entrenamiento, quizás vivan para pelearse de nuevo.
El especialista Peter Segal (“Agárralo como puedas 33 1/3: el insulto final”, “50 primeras citas”, “El clan de los rompehuesos”, “Superagente 86 de película”) se pone al servicio de sus dos estrellas en esta especie de parodia-homenaje de la saga “Rocky” y de “Toro salvaje”. El resultado es muy desigual, pues el guion no acaba de integrar bien la comedia y el drama, sobre todo cuando extrema ambos géneros hasta el esperpento disparatado —a menudo, grosero— o el melodrama desatado, a veces, decididamente sensiblero. De todas formas, Stallone y De Niro dan la talla en las escenas de entrenamientos y en la esperada pelea final, el inmenso Alan Arkin espeta algunos diálogos muy divertidos en su papel de entrenador de Razor, y Kim Basinger y Jon Bernthal aportan suficiente veracidad y emotividad a las subtramas dramáticas del reencuentro de Razor con su ex novia y de McDonnen con su hijo, respectivamente. Entre todos no logran quitar a “La gran revancha” su apariencia de película tópica y fallida, pero al menos la hacen digerible para un público amplio.
La española Ana (Elena Anaya), actriz en horas bajas, y la argentina Lucía (Valeria Bertuccelli) son dos buenas amigas que, desde hace años, lo comparten todo y cuidan la una de la otra. En pleno verano porteño, entre Navidad y la fiesta de fin de año, Lucía le pide a Ana que cuide su casa de Buenos Aires y a su hija adolescente Abi (Abigail Cohen), mientras ella pasa unos días en Uruguay con su nuevo novio Eduardo (Esteban Bigliardi). Pero un encuentro casual e inesperado de Ana con Ricky (Fernán Mirás), el ex marido de Lucía, pondrá en peligro esa larga amistad, aparentemente inconmovible.
Este tercer largometraje de la directora y guionista argentina Victoria Galardi (“Amorosa soledad”, “Cerro Bayo”) ofrece unas notables interpretaciones de Elena Anaya y Valeria Bertuccelli, que imprimen a sus personajes bastante veracidad en su evolución de la comedia ligera al melodrama extremado. Sin embargo, ni ellas ni Galardi logran dotar de verdadera entidad dramática al excesivo minimalismo del guion y de la naturalista puesta en escena, lastrados por una episódica, levísima y cansina cotidianidad, más teatral que cinematográfica, que casi nunca logra implicar plenamente al espectador.
Después de veinte años encarcelado, el célebre ladrón de chalets Juan “El Candela” (Antonio Dechent) sale de prisión y se reúne con su hijo Juan “El Chispa” (Álvaro Pérez) y su amigo Cristo (Jacinto Bobo). “El Candela” intenta adaptarse al cambiadísimo mundo con el que se encuentra, al tiempo que se entrevista varias veces con Mario (Ricardo Mena Rosado), un famoso actor, director y productor que pretende llevar su vida al cine. Mientras tanto, “El Chispa” planea robar al estilo de su padre un chalet supuestamente deshabitado, e involucra a Cristo en el intento con la promesa de alcanzar su sueño común de montar un grupo musical de hip-hop. Pero el asalto no sale para nada como ellos habían planeado.
El canario afincado en Sevilla David Sainz se dio a conocer en 2008 como director, guionista y actor de “Malviviendo”, una de las webseries españolas de mayor éxito, con más de 38 millones de reproducciones y un centenar de premios nacionales e internacionales. Ahora debuta en el largometraje con “Obra 67”, un modesto pero ambicioso thriller, en el que adapta a la realidad española —y, en concreto, andaluza— un empleo de los diálogos, un tono tragicómico y un explícito tratamiento de la violencia muy al estilo de Quentin Tarantino. Esta opción le permite llevar la película desde un descarnado y divertido costumbrismo a una sórdida y malsana atmósfera de terror, similar a la que desarrolló Alejando Aménabar en “Tesis”, su primer largometraje.
El filme se sostiene gracias a unas interpretaciones de gran veracidad, tanto de los jóvenes Álvaro Pérez y Jacinto Bobo, como del veterano Antonio Dechent, que confirma una vez más su versatilidad. Sin embargo, Sainz nunca se acerca en su hiperrealista puesta en escena a la potencia visual de Tarantino o Almodóvar. Y, además, sus esfuerzos y los del reparto casi nunca logran compensar del todo las evidentes fracturas narrativas de la película, ni su falta de originalidad narrativa y formal, ni su tono grosero e hiperviolento.
Casi tres décadas después de estrenar la mítica y larguísima “Shoah” —considerada como la película definitiva sobre el exterminio judío por los nazis—, el casi nonagenario cineasta parisino Claude Lanzmann recupera una serie de valiosas entrevistas que grabó en Roma en 1975, y que quedaron fuera del montaje final del citado documental. El entrevistado era Benjamin Murmelstein (1905-1989), último Presidente del Consejo Judío (Judenrat) del campo de concentración de Theresienstadt, y el único superviviente de los que ocuparon ese cargo. A 60 kilómetros de Praga, y también conocido como Terezín, Theresienstadt era presentado por los nazis, ante los organismos internacionales, como “el campo modelo” de recolocación “humanitaria” de los judíos, en una alucinante operación propagandística para enmascarar uno de los hechos más abyectos de la historia del siglo XX. A través de esas entrevistas descubrimos la extraordinaria personalidad de Murmelstein, un hombre dotado de una inteligencia deslumbrante, un gran valor y una memoria incomparable, que lo convierten en un extraordinario narrador.
Dejando a un lado su discutible estructura acumulativa, a veces ardua de seguir, “El último de los injustos” ofrece un testimonio histórico valiosísimo, expuesto por Murmelstein con cierta mordacidad y desapasionamiento, aunque también con rotundidad cuando lo estima conveniente. El que fuera Gran Rabino de Viena desarrolla así su personal visión del papel de los Judenrats, cuestionado por numerosos judíos y, concretamente, por Hannah Arendt en su polémico libro de 1961 “Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal”. En este sentido, Murmelstein matiza mucho las acusaciones de la famosa filósofa y escritora judía, e intenta justificar, o al menos explicar, la difícil actitud que adoptó en tan compleja situación. Una actitud que, como él mismo reconoce, le convirtió en “el último de los injustos”. Por su parte, Lanzmann hilvana esas jugosas declaraciones con sus propias reflexiones y con inquietantes filmaciones de los lugares que va citando Murmelstein, desde grandes ciudades como Viena o Praga, hasta olvidadas estaciones de tren o pequeños enclaves, ahora aparentemente sin interés, pero que fueron testigos de crueles aberraciones contra la dignidad humana y de dolorosas decisiones que generaron en los que tomaron sangrantes heridas todavía abiertas.



