Vivimos en un auténtico imperio del emotivismo político y económico. A menudo escuchamos a nuestro Gobierno hablar de empatía para relativizar la objetividad. El llamado capitalismo de vigilancia, el que han desarrollado las empresas que explotan internet y las redes sociales, tiene como uno de sus objetivos prioritarios atraer, incluso secuestrar, nuestra atención, porque su rentabilidad económica depende de ello.

Se utilizan las emociones para conseguir que estemos pendientes de noticias falsas o de cuestiones supuestamente interesantes, pero en realidad nada importantes. Se deja de lado la capacidad crítica para juzgar y valorar lo relevante, mientras la pulsión instintiva que nos lleva a estar pendientes de una pantalla, de un mensaje de video o de audio, es alimentada con fruición.

En este panorama, el sistema de enseñanza y los medios de comunicación tradicionales tienen una importante función para preservar la libertad. La escuela es el lugar en el que se debe adquirir el hábito de la crítica.

Y los medios tradicionales tenemos la obligación de ofrecer noticias contrastadas, de utilizar nuestros espacios y nuestros tiempos para relatar los hechos que son relevantes, ponerlos en su contexto y ofrecerlos con la mayor veracidad posible. Movernos solo en el terreno de las emociones se traduce en una pérdida de libertad.